Siempre me pregunte si el vivo era realmente un vivo o el vivo era realmente un muerto.... He aquí la mejor explicación que encontré:
"...Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, la viveza comparte con la inteligencia, el dinamismo mental y, con la estupidez, la incapacidad de encontrar la solución a un problema. Se mueve, pero no en dirección de la salida ¿hacia donde se dirige? Ese es su secreto, la fórmula que le permite ponerse a resguardo de la humillación y del desprestigio que sufre la estupidez. La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema. El hombre dotado de viveza, el vivo, no ejercita la inteligencia, sino un sucedáneo de la inteligencia, apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no con el problema mismo.
Dicho de otro modo, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir los efectos de problema, de cómo (en la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él ó (en la peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero. La viveza, pues, necesariamente se conecta con la moral. Sin el concurso del egoísmo no se puede ser vivo. Y para echarle el fardo al prójimo sin que este se resista, es imprescindible cierto grado de inescrupulosidad y hace falta practicar algún genero de fraude siquiera verbal. Observado durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido éxito, de ser inteligente: se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias o, mejor aún sacándoles provecho. Como el flujo de los efectos no se interrumpe, el vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la viveza. De ahí que se los suele calificar de "despiertos". Aparenta una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales. El inteligente, cuando está armando sus estrategias para atacar un problema, parece amodorrado y, en comparación con el vivo, un poco estúpido.
Cuanto más complejo sea el problema, mas exigirá del inteligente paciencia y esfuerzo, mas lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico y al constante repaso de los conocimientos. La viveza no puede permitirse esas demoras. Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse sentir. De modo que el vivo está obligado a la rapidez y, consecuentemente, a la improvisación de sus métodos por lo general empíricos. Otra vez el inteligente comparado con el vivo, parecerá lento y hasta torpe. Si los efectos del problema, por su magnitud o por su complejidad, sobrepasan las posibilidades de la viveza para eludirlos, para aprovecharlos o para torcerlos hacia un costado, el vivo, por fin acorralado como un estúpido, no sucumbe ni a la resignación ni a la violencia, no confesará jamás su fracaso, no devolverá las armas que esconde en su mente: buscará algún chivo emisario a quien cargarle la culpa.
En todas las sociedades conviven los inteligentes, los estúpidos y los vivos según proporciones distintas para cada una de ellas. Para Borges no había ningún italiano ni ningún judío estúpidos. Exageraba, sin duda. Pero ahora imaginemos un país ficticio donde, por razones genéticas o por razones históricas, los vivos estén en mayoría. Esbozaré la novela de lo que podría ocurrir en ese país imaginario. Puesto que son mayoría unos vivos ocupan el gobierno. Y otros vivos los eligen. Los vivos que los eligen, y por supuesto los estúpidos, incapaces de solucionar los problemas del país, los transferiría a los elegidos. Y los elegidos, como vivos que son, se dedicarán a lo suyo: ponerse a salvo de los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos hacia los demás, así sean vivos, estúpidos o inteligentes. Durante un tiempo los estúpidos parpadearán de catatonia mental, los inteligentes se sentirán marginados y los vivos tratarán de imitar la viveza de los gobernantes. Mientras tanto los problemas, sin resolver, se acumulan, se multiplican, se superponen. Hasta que, fatal, llega el día en que los problemas forman una pared compacta con un cartel que dice stop. Y ahí la sociedad se detiene. Entonces los estúpidos, si no se resignan, se vuelven violentos. Los inteligentes toman su valija y huyen. Y los vivos corren de un efecto a otro efecto vendando aquí, remendando allá, emparchando más allá. Dejan los bofes en ese desesperado ir y venir por entre el caos de los efectos sin control. Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos expiatorios y a un lenguaje esquizofrénico que, disociado de la realidad, seguirá pronunciando el discurso con que alguna vez embaucaron a la estupidez.
Estúpidos de brazos cruzados o de brazos armados, inteligentes en fuga, los vivos parlanchines y desesperados: tal sería la imagen de ese país ficticio caído al pie del ominoso stop. Para él no habrá sido una salvación, un grito de guerra: ¡La inteligencia al poder!!. Salvo que todos los inteligentes hayan huido, hipótesis que no parece verosímil, la novela podría tener un final feliz".
(*Extracto del genial Marco Denevi)
"...Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, la viveza comparte con la inteligencia, el dinamismo mental y, con la estupidez, la incapacidad de encontrar la solución a un problema. Se mueve, pero no en dirección de la salida ¿hacia donde se dirige? Ese es su secreto, la fórmula que le permite ponerse a resguardo de la humillación y del desprestigio que sufre la estupidez. La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema. El hombre dotado de viveza, el vivo, no ejercita la inteligencia, sino un sucedáneo de la inteligencia, apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no con el problema mismo.
Dicho de otro modo, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir los efectos de problema, de cómo (en la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él ó (en la peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero. La viveza, pues, necesariamente se conecta con la moral. Sin el concurso del egoísmo no se puede ser vivo. Y para echarle el fardo al prójimo sin que este se resista, es imprescindible cierto grado de inescrupulosidad y hace falta practicar algún genero de fraude siquiera verbal. Observado durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido éxito, de ser inteligente: se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias o, mejor aún sacándoles provecho. Como el flujo de los efectos no se interrumpe, el vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la viveza. De ahí que se los suele calificar de "despiertos". Aparenta una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales. El inteligente, cuando está armando sus estrategias para atacar un problema, parece amodorrado y, en comparación con el vivo, un poco estúpido.
Cuanto más complejo sea el problema, mas exigirá del inteligente paciencia y esfuerzo, mas lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico y al constante repaso de los conocimientos. La viveza no puede permitirse esas demoras. Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse sentir. De modo que el vivo está obligado a la rapidez y, consecuentemente, a la improvisación de sus métodos por lo general empíricos. Otra vez el inteligente comparado con el vivo, parecerá lento y hasta torpe. Si los efectos del problema, por su magnitud o por su complejidad, sobrepasan las posibilidades de la viveza para eludirlos, para aprovecharlos o para torcerlos hacia un costado, el vivo, por fin acorralado como un estúpido, no sucumbe ni a la resignación ni a la violencia, no confesará jamás su fracaso, no devolverá las armas que esconde en su mente: buscará algún chivo emisario a quien cargarle la culpa.
En todas las sociedades conviven los inteligentes, los estúpidos y los vivos según proporciones distintas para cada una de ellas. Para Borges no había ningún italiano ni ningún judío estúpidos. Exageraba, sin duda. Pero ahora imaginemos un país ficticio donde, por razones genéticas o por razones históricas, los vivos estén en mayoría. Esbozaré la novela de lo que podría ocurrir en ese país imaginario. Puesto que son mayoría unos vivos ocupan el gobierno. Y otros vivos los eligen. Los vivos que los eligen, y por supuesto los estúpidos, incapaces de solucionar los problemas del país, los transferiría a los elegidos. Y los elegidos, como vivos que son, se dedicarán a lo suyo: ponerse a salvo de los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos hacia los demás, así sean vivos, estúpidos o inteligentes. Durante un tiempo los estúpidos parpadearán de catatonia mental, los inteligentes se sentirán marginados y los vivos tratarán de imitar la viveza de los gobernantes. Mientras tanto los problemas, sin resolver, se acumulan, se multiplican, se superponen. Hasta que, fatal, llega el día en que los problemas forman una pared compacta con un cartel que dice stop. Y ahí la sociedad se detiene. Entonces los estúpidos, si no se resignan, se vuelven violentos. Los inteligentes toman su valija y huyen. Y los vivos corren de un efecto a otro efecto vendando aquí, remendando allá, emparchando más allá. Dejan los bofes en ese desesperado ir y venir por entre el caos de los efectos sin control. Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos expiatorios y a un lenguaje esquizofrénico que, disociado de la realidad, seguirá pronunciando el discurso con que alguna vez embaucaron a la estupidez.
Estúpidos de brazos cruzados o de brazos armados, inteligentes en fuga, los vivos parlanchines y desesperados: tal sería la imagen de ese país ficticio caído al pie del ominoso stop. Para él no habrá sido una salvación, un grito de guerra: ¡La inteligencia al poder!!. Salvo que todos los inteligentes hayan huido, hipótesis que no parece verosímil, la novela podría tener un final feliz".
(*Extracto del genial Marco Denevi)
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