La frase “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella
no me salvo yo”, formulada por José Ortega y Gasset en Meditaciones del
Quijote (1914), constituye uno de los núcleos más vitales del pensamiento
filosófico en lengua española. Ya ha sido objeto de análisis en este Blog pero
reflexiones posteriores me obligan a hacer esta actualización de mi cavilación.
Su potencia es tal que amerita analizarse con el paso del tiempo y reside no
solo en la afirmación del sujeto como ser situado —inseparable de su contexto
vital—, sino en la exigencia ética contenida en esa segunda mitad: “si
no la salvo a ella no me salvo yo”. La pregunta que queda pendiente a
responder es: ¿Soy yo el mismo yo el que la ha "salvado" hace diez
años atrás? ¿Aquella "salvación" es la misma que haría ahora? Estas
inquietudes han dado origen a esta segunda profundización sobre la frase de
Ortega. Lo explico a continuación.
Tradicionalmente, se ha interpretado que “salvar
la circunstancia” implica comprometerse con ella, asumirla y
transformarla, evitando cualquier escapismo o indiferencia. Y esa lectura, sin
dudas, capta el espíritu activo y responsable de la razón vital orteguiana.
Muchas veces ese salvar la circunstancia fue también interpretado como ocuparse
de aquello que no soy yo, sino de aquello que me circunda, por ejemplo, por los
prójimos, por la situación de los más desfavorecidos o por causas ajenas que
requieren de mi mirada. Pero sea el examen de mi circunstancia o la acción
reparadora que ella pudiera suponer, esta mirada no agota su sentido.
Nace, entonces, una segunda
interpretación, más fina y complementaria, que parte del uso del verbo “salvar”
en el español europeo como aprobar, examinar, comprender. Así como uno “salva
una materia” cuando la ha comprendido y superado intelectualmente, “salvar la
circunstancia” puede implicar someterla a examen, pasarla por el filtro de la
madurez, la conciencia y la crítica, para elegir desde allí cómo vivirla. No se
trata solo de actuar sobre el mundo, sino de comprenderlo y situarse ante él
con libertad interior. Salvar es, en este sentido, discernir, entender y
posicionarse. En esencia es el ejercicio del pensamiento crítico sobre nuestra
vida y "desmalezarla" de aquellas ideas que consideramos no
fructíferas ni adecuadas para una vida feliz.
Ahora bien, ¿Qué sucede cuando,
una vez examinada críticamente la circunstancia, el sujeto reconoce que no
puede cambiarla efectivamente? Aquí emerge una dimensión más honda y
existencial de la propuesta orteguiana. Porque la vida, en muchos casos, no nos
ofrece un abanico abierto de opciones difíciles. A veces, las circunstancias
han echado raíces, han formado estructuras afectivas, familiares o sociales que
no pueden deshacerse sin romper también parte de uno mismo.
Pensemos en quien ha vivido
décadas dentro de una estructura religiosa, familiar o social que ya no siente
como propia, pero que forma parte de su biografía afectiva más profunda.
Examina su circunstancia, la comprende, incluso se distancia internamente de
ella. Pero no puede simplemente rehacer su vida sin destruir la trama de
relaciones que lo sostienen. Aquí es donde Ortega nos ofrece, indirectamente,
una respuesta: salvar no significa necesariamente modificar externamente;
significa, más profundamente, responder con lucidez, con dignidad, con
integridad ante lo que no puede cambiarse. Y aceptar que no todo es pasible de
cambio.
Esta aceptación no es
resignación. Sería muy fácil descartarla por tal calificativo. Pero no, no es
resignarse. Es una forma superior de inteligencia vital: saber vivir dentro de
lo no modificable, extrayendo de allí una posibilidad de realización, de
sentido, incluso de alegría. Ortega no propone un heroísmo revolucionario ni
una ética de ruptura, sino una filosofía de la vida real, donde muchas veces el
triunfo consiste en gestionar sabiamente los márgenes de acción disponibles. No
haber cambiado todo no significa haber fracasado. Salvar la circunstancia es
haberla entendido, haberla habitado conscientemente, haberla reconciliado con
lo mejor de uno mismo y haber mesurado sus dimensiones y sus consecuencias.
En este plano, salvar la
circunstancia puede ser también celebrar lo que se ha vivido, incluso en sus
errores o sus límites. Reconocer que no todo fue libre y que no todo fue un
acto a conciencia genuina, pero que, sin perjuicio de ello, uno supo extraer
jugo vital, celebrar en medio de ciertas incomodidades asumidas como corolario
de la propia formación o de cumplimiento del deber, y que permitió seguir
aprendiendo donde otros se habrían encerrado en el rencor o la negación.
Salvar, entonces y en este marco,
es identificar los hechos de la vida de un modo lúcido, reconociendo las
evoluciones de nuestro pensamiento, sin renunciar a la dignidad ni a la alegría
de existir, aunque el mundo no haya sido como hubiéramos querido.
Pero hay otro punto. Porque hay
grandeza en reconocer los limites en nuestro objetivo de transformar el mundo,
pero también la hay en transformar nuestra relación con el mundo interior,
cuando este ya no puede ser cambiado. Salvar la circunstancia, en
última instancia, no es vencerla, sino vivirla bien, vivirla plenamente, con la
mirada abierta, el corazón disponible y la conciencia en paz. Y esa
también es una forma de salvación.
Pero salvar nuestra
circunstancia, como señalamos, es una tarea compleja que esconde un
dilema entre la autenticidad y el consuelo. Veámoslo despacio.
Incluso habiendo examinado y asumido
nuestras circunstancias, persiste una pregunta incómoda y radical: ¿No será que, al no
transformar lo que descubrimos como ajeno o falso, estamos simplemente
disfrazando nuestra cobardía de madurez? Aceptar la vida que nos tocó puede
ser un gesto de sabiduría, pero también puede ser —y esto el sujeto lo intuye,
lo teme, lo rumia en silencio— una forma refinada de renuncia a sí mismo.
¿Dónde está la línea que separa
la lucidez compasiva del acomodamiento disfrazado? ¿En qué momento “salvar
la circunstancia” deja de ser un acicate para vivir mejor, y se
convierte en una conclusión definida casi como estrategia para evitar la
ruptura, el conflicto, la libertad cruda y vertiginosa?
Este es el dilema del sujeto
situado: romper con su mundo puede ser un acto de temeridad, pero también de
autenticidad. Permanecer puede ser un acto de aceptación y responsabilidad,
pero también de claudicación. Y muchas veces, el sujeto no elige solo por
convicción, sino por el peso de su rol, del respeto y el temor a su círculo de
confianza, por la historia compartida, por la historia en si misma y el temor
al daño colateral. Así, habita una doble vida: por fuera sostiene el personaje
que su circunstancia le impone; por dentro, se toma recreos vitales —momentos
de fuga, de oxígeno, de goce— donde puede ser, aunque sea un por un el tiempo
que supone un recreo vital, lo que no se permitió ser del todo (o que, en su
mirada, lo que no se le permite ser...).
¿Es eso vivir una mentira? ¿O es
una forma humana y legítima de resistencia silenciosa, de aceptación de la
ambigüedad de la vida, del manejo de la incertidumbre correlacionada con la
edad en la que el sujeto cavila?
Tal vez Ortega no pediría una
respuesta cerrada, sino una actitud: no mentirse del todo, no adormecerse por
completo, y buscar modos posibles de ser fiel a lo descubierto como verdadero,
aun en contextos donde el cambio estructural es imposible.
La autenticidad no exige
heroicidad absoluta, sino coherencia interna, lucidez humilde y capacidad de
vivir sin cinismo. No todo se puede cambiar, pero siempre puede elegirse cómo
estar ahí. Y a veces, eso basta para no perderse a uno mismo. Aun dentro del
dilema, el sujeto que se interroga, que no se justifica livianamente, que
intenta respirar verdad en medio del deber, está salvando su circunstancia —y
con ella, su vida—. A su manera.
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