Baruch Spinoza nació en Ámsterdam el 24 de noviembre de 1632 y murió 44 años más tarde en La Haya el 21 de febrero de 1677. Fue un filósofo de origen judío portugués, heredero crítico del cartesianismo, y considerado uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII, junto con el francés René Descartes y el alemán Leibniz. La historia de su vida y obra es fascinante por su coraje, su austeridad, su perseverancia y su inteligencia. Baruch fue educado bajo los preceptos estrictos del judaísmo. Su familia había emigrado a Holanda perseguida por el odio a los judíos y la inquisición española y portuguesa. Quizás este impacto de la religión en la historia familiar fue uno de los antecedentes que marcó al joven Baruch a intentar comprender porque ese vínculo con Dios había causado tantas penurias a sus abuelos y padres. Desde niño se destacó por su profundidad y su pensamiento crítico. Estudio la Biblia y el Talmud pero ni estos libros sagrados ni la tradicional liturgia judía lograron convencerlo de que debía tercerizar su moral a las reglas de una religión establecida. Spinoza pronto manifestó sus opiniones distintas y su mirada propia. La puerta que tímidamente abrió Descartes con su Racionalismo angular fue traspasada por Spinoza al poner en duda los textos sagrados y profundizar la razón como guía humana para la felicidad y el amor intelectual. Las autoridades judías primero intentaron convencerlo de que cambie de opinión ofreciéndole dinero, cosa que Baruch rechazó. Luego, un extraño episodio a la salida de una Sinagoga lo tuvo como víctima de un intento de asesinato a lo que Baruch respondió con una carta abierta en contra de las normas y creencias religiosas que pregonaban la dirigencia judía respectiva. Esto llevo a las autoridades de la Sinagoga a ex comulgarlo en una ceremonia pública en Julio de 1656, execrándolo bajo una sentencia que lo maldijo: “Maldito sea de día y de noche, maldito al acostarse y levantarse...”. Contemporáneamente a esta sanción su padre había muerto y Baruch decidió dejar su herencia a su agresiva hermana Rebeca y quedó sin un peso, arruinado y rechazado por su comunidad. Siempre vivió en la austeridad absoluta. Solo una cama, su biblioteca y su mesa para escribir fue su mobiliario que le hizo compañía. Pero el haber sido expulsado de su círculo social lo dejó en la nada misma. Fue allí que un ex sacerdote jesuita devenido en libre pensador le dio trabajo en su escuela donde enseñó y aprovechó para estudiar y profundizar idiomas y filosofía además de conocer el amor. Baruch se enamoró de la hija de quien le había dado empleo sentimiento que se apagó repentinamente ante la desaparición del padre y ante las dudas del filósofo a esa pasión que no podía comprender. A partir de ahi fue que Spinoza comenzó con el arte de pulir lentes con la misión, real y metafórica, de lograr mejorar la visión de aquellos que quieren ver lo que no ven, tarea que realizó hasta el final de sus días, con su talento de pulidor, con la perseverancia de sus ideas y, especialmente, con su pluma y su razón que le permitieron dejar huella de definiciones relevantes y conceptos que hacen a la existencia y a la sustancia misma. Así escribió Spinoza
dos obras en vida: Principios de la filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos (1663; versión en holandés, 1664) y el Tratado teológico-político (1670) escrito hacia 1661). Pero su obra maestra fue Ética demostrada según el orden geométrico publicada luego de su fallecimiento por los innumerables problemas que tuvo con sus ideas y sus anteriores obras. Particularmente la concepción de Dios ha sido el tema más interesante y para algunos, disruptivo y escandaloso, de su pensamiento. Pero hubo muchas de sus ideas en sus obras que revolucionaron su época y abrieron el Siglo de las Luces e impactaron y continúan impactando la ciencia, la literatura, la psicología y la filosofía hasta nuestros días. Prueba de ello es la admiración que despertó en dos genios del siglo XX: Albert Einstein y Jorge Luis Borges que le dedicaron reflexiones y poemas que lo enaltecen. De todos los temas que Spinoza trató, vamos a detenernos en estas breves líneas en su pensamiento respecto a Dios y en sus reflexiones sobre el Amor. Dos temas cuya relevancia merece ser distinguida. Spinoza no creía en un Dios Ser. Es decir, lejos está de él la imagen de un adulto con barba que decide lo que está bien y lo que está mal y que castiga o premia a los seres humanos. No. Ese no es la idea de Dios de Spinoza. Es que Baruch fue considerado ateo porque no utilizaba la palabra "Dios" de la misma manera que la tradición monoteísta judeocristiana. Spinoza niega claramente que Dios pueda tener personalidad o consciencia. Dios no tiene ni inteligencia, ni sensibilidad, ni voluntad. El concepto Dios de Spinoza tiene más que ver con la Naturaleza y el Cosmos. Tres eran las ideas de Spinoza que más les atraían en este sentido: la unidad de todo lo que existe, la regularidad de todo lo que sucede y la identidad entre espíritu y naturaleza.
Respecto al Amor, Spinoza se inclinó por una definición tan sencilla como conmovedora: el amor es aquello que nos une en la alegría, que la genera con la compañía y que produce bienestar. El amor es fuente de perfeccionamiento y de camino a la felicidad. Pero este concepto tan simple se relaciona con el racionalismo de Spinoza. Para él existe el Amor Intelectual, el que pasa por el centro de comando de nuestra vida, el que de algún modo colabora a la generación del “conatus” que sería algo así como el combustible y la energía de vivir. El “conatus” en Spinoza no es más que el esfuerzo de perseverar en la existencia, una vez dada ésta, es la esencia del modo y de la vida.
Baruch Spinoza murió muy joven, a los 44 años. de una afección pulmonar que tuvo desde muy chico y que se vio agravada por la respiración de cristal pulido y la austeridad de una vida dedicada a pensar y a mantener sus convicciones. Obviamente esta brevísima reflexión solo intenta presentar un personaje esencial para ser estudiado. La admiración que Baruch genera se agiganta con el tiempo. Su conatus aún vive y nos con-mueve, inivitándonos a leer su obra, a comprender el deseo que genera y la geometría de su reflexión. Al final su rebeldía fue su convicción.
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