A todos nos tomó desprevenidos. Salvo raras
excepciones ninguno de nosotros imaginó que una gripe originada en un
murciélago de un mercado de alimentos de una ignota ciudad de China iba a
cambiar la vida y las costumbres de los vivos ciudadanos argentinos. Casi les
diría que escuchábamos con curiosidad intelectual, pero con una cuota de ironía
sarcástica lo que sucedía “allá lejos”, a los chinos de Wuhan, y afectaba a
algún crucero asiático que poco tenía que ver con la costa bonaerense y nuestra
pampa húmeda. Nosotros continuamos con nuestras vacaciones de verano de
siempre, protestando en voz alta en los típicos y numerosos asados de rica
carne argenta y chorizos bombón. La protesta es una práctica nacional.
La practicamos con familiares, con amigos, con conocidos y a veces también con
desconocidos. En las comidas, cafés o desayunos. Protestamos contra el gobierno
actual, o el anterior, o el anterior del anterior. De eso sabemos. Somos
expertos. Muchas veces en nuestra historia hemos rechazado la verdad y nos
hemos aferrado, en nuestra protesta, a mentiras alquimistas: “Esto no va a
llegar acá! Exageran. Están todos paranoicos”. Pero súbitamente las cosas
cambian y nos bofetea la realidad. Como en Malvinas, como en el 2001 y como
tantas otras más. Y así comenzamos a cambiar en esta ocasión. Algún pariente,
amigo o conocido nos contó con detalle lo que empezaba a suceder en Italia,
España, Francia o inclusive en Estados Unidos. Los testimonios comenzaron a
despabilarnos. El sistema de salud de los principales países de occidente
colapsaba por el puto murciélago chino y sus comensales, y esta verdad ya no
era de Asía. Era más cercana, era de nuestra querida y admirada Europa.
¿Cómo era posible? ¿Una gripe amenazaba a la humanidad? ¿Un
microbio era más poderoso que los sistemas médicos de los americanos,
israelíes, franceses y alemanes? No. Esta era una afirmación no creíble, digna
de un Copérnico o Galileo. No la podíamos aceptar así nomás. Así como el Papa
Urbano ordenó la Inquisición a Galileo por afirmar que la tierra no era el
centro del universo, nosotros, los pequeños seres humanos del siglo XXI (y ya,
a esta altura, no solo los argentos) hicimos lo mismo con esta afirmación: la
negamos, la descreímos y nuestra soberbia la minimizó y ridiculizó. La
estupidez humana amplificó su alcance y magnífico el daño: al no creer en la
fuerza y las consecuencias del Coronavirus abrió la puerta a más infectados, a
más sufrimiento, a más muertes. Lamentablemente la estupidez es también
contagiosa y varios líderes mundiales fueron haciendo un campeonato a ver quién
era más estúpido que el otro y así rechazaron las consecuencias y gambetearon
la realidad con elucubraciones estratégicas de imbecilidad y de negación a la
verdad. Es que muchos de ellos (y muchos de sus seguidores) no lo podían creer
y su soberbia descartaba por estúpida la solución propuesta que no era
otra que volver a la prehistoria: las voces de los científicos nos pedían
que nos resguardáramos en nuestras casas, casi como que nos indicaban que
debíamos volver a la caverna a protegernos de un animal salvaje llamado “Virus
con Corona”. ¿Nos estaban tomando el pelo? Nuestra pedantería rechazaba que la
única manera de salvarnos era volver al pasado: debíamos correr a la caverna de
Platón y suministrarnos como único remedio el que utilizó Poncio Pilatos hace
20 siglos atrás: lavarse las manos. Pues esa propuesta sonaba increíble para la
mayoría de los integrantes del típico “ser humano del siglo XXI”. ¿Cómo íbamos
nosotros, ciudadanos de occidente, contemporáneos de la Inteligencia
Artificial, la medicina nuclear, la biotecnología, la robótica, el big-data y
el Homo Deus de Harari, tener que protegernos recluyéndonos en nuestras casas y
limpiándonos las manos sin tocar la cara? Parecía un insulto a nuestro
talento, una humillación a nuestro desarrollo. Pero no. Nos fuimos dando
cuenta que no era insulto ni humillación. Era la triste realidad: el mejor
mecanismo para luchar contra la pandemia y evitar el colapso era el
aislamiento, el regreso al hogar y la higiene. Hoy, ya a diez días del final de
marzo, los contagiados superan los trescientos mil y más de ciento diez países
en el mundo padecen COVADIS-19. Este microbio milimétrico, bestia salvaje e
invisible, ha viajado a través del globo terráqueo y, cual caballo de Troya
moderno, ha ingresado en nuestros aviones, en nuestros centros sanitarios, en
nuestros pueblos, en nuestros hogares. La OMS ha declarado la pandemia y varios
países de los cinco continentes, el estado de alerta y de sitio. Nuestra
estúpida soberbia ha comenzado a rendirse ante la evidencia: el otro tenía
razón y quienes previeron las consecuencias trágicas del Coronavirus estaban en
lo cierto. Una nueva lección a la arrogancia humana, como lo fue la de
Copérnico, Galileo, Darwin, Freud y tantos otros que pusieron límites a nuestra
altanera visión de nosotros mismos (que no desciende de dioses ni conoce al
inconsciente propio).
Pues
bien, ¿qué sigue ahora? En primer lugar, reconocer el error. Cuando nos percatamos de una
grosera equivocación una cuota de humildad nos hace más humanos. Y ser más
humanos nos hace crecer y pensar en el otro, en aquel que también es humano y
está con nosotros. Darse cuenta de un error nos da mayor visibilidad
del otro. Se nos hace presente. Es una consecuencia de la caída del piso
alto de la soberbia. En segundo lugar, ser consciente del error cometido nos
hace ser más realistas y enfrentar sus consecuencias. Esto hoy supone gestionar
mejor la incertidumbre y la angustia. Nadie sabe cuándo podemos volver a la
“normalidad”. Pueden ser meses de cuarentena, miles y cientos de miles de
infectados y muertos. Pero puede ser peor. En gran medida depende de nosotros.
Y si actuamos con mayor humildad e intentamos comprender y gestionar la
incógnita debemos pensar en una solución. Y aquí quería llegar. No hay
solución sin otros. Esto es sinónimo de solidaridad, de empatía, de
adherirnos a la causa del otro. Vamos a ver. Pensemos lo que esto supone en
nuestro lugar físico en donde estamos. Pensemos en Latinoamérica, pensemos en
Argentina. Puede haber caos y revanchas. Los momentos de crisis generan
otras crisis. Y los gobiernos actúan autoritariamente dependiendo del escenario
que se les presente. Argentina tiene altos porcentajes de pobreza. Será el 35%,
el 38%, o el 40%. No lo sabemos con exactitud meridiana. Lo que sí sabemos es
que estos no son los índices de los países más afectados de Europa. La
diferencia con nuestra realidad es extrema. ¿Quién sabe entonces cómo pueden
reaccionar los más desfavorecidos cuándo la presión de un familiar contagiado y
sin posibilidades de asistencia sanitaria los deje sin alternativa? Todos
conocemos casos de violencia contra los médicos por carencia de recursos. Las
amenazas, las agresiones e inclusive el ataque a instalaciones hospitalarias no
son una rareza en nuestro país y han sucedido y suceden con mayor frecuencia
que la que conocemos en el conurbano bonaerense y en varios conurbanos del
interior. Y esto también ocurre en otros países latinoamericanos y en otros
lugares del mundo. ¿Cuánto podrá tolerar una parte de la sociedad, desprotegida
y maltratada, a un intento de explicación razonable que no hay respiradores?
¿Entenderá que no se los puede atender porque las instalaciones están saturadas
y faltan camas? ¿Cómo sostener la rigurosidad de un aislamiento careciendo de
todo, de espacio, de alimento o de lo mínimo indispensable para sobrellevar la
“prisión” de una cuarentena obligatoria? Es claro que las diferencias sociales de todo el planeta quedarán más
expuestas ante la pandemia. Su visualización será evidente. Las películas
ganadoras del último Oscar 2020, Parasite y El Joker, basan su argumento en
reacciones a diferencias de clase y muestran la bronca acumulada que esconde
ese sufrimiento. ¿Resistirá el statu quo social a esta pandemia? ¿Habrá aceptación
silenciosa? Los estratos sociales más desfavorecidos, jugados por jugados y sin
alternativas ¿qué harán? En ellos debemos pensar y por ellos debemos actuar. A
todos nos une el miedo, pero no todos tendrán el mismo acceso a las soluciones
que pueden llegar. Por eso este es el momento de pensar en el otro y ponerse en
su lugar. Por empatía o por propio interés. Ya no importa el origen ético de la
reflexión, lo que importa es hacerlo. Cada uno decidirá su manera No importa
cuál sea. Lo relevante es que sea. Porque este desafío nos exige solidaridad.
No nos salvaremos solos. Nos salvaremos con el otro. De nuevo, por legítima
convicción o por conveniencia, pero solidaridad al fin. Hemos regresado a la
época de las cavernas y la Insociable sociabilidad de Kant vuelve a tener
razón. Nuestra soberbia ha recibido un cachetazo, pero su intensidad nos obliga
a actuar. Hay mucho para aprender de lo que está sucediendo. Lo
importante no es solo no contagiarnos. Lo importante es pensar qué vamos a
hacer distinto en esta etapa del Coronavirus y luego de él, al haber valorado
al otro. Se trata de leer bien la pandemia y sus circunstancias. Es
con el otro, repito como nos vamos a salvar. En este escenario el uso del
barbijo es por ese otro a quien no quiero y no debo contagiar. Si todos lo
usáramos habría menos contagio. Es cuidándolo, es ayudándolo, es
respetando al otro como nos cuidamos y ayudamos a nosotros mismos. Si todos
actuamos por ese otro estamos actuando por nos-otros. En definitiva, cada uno
de nos-otros es el otro de quien será salvado. Es tan simple y complejo como
llamarse a la acción por los demás. Se trata del otro.
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