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Sin correr

Hay etapas en la vida que no las vivimos, las corrimos. Teníamos claro la necesidad de acelerar. El hacerlo, ya por el solo hecho de convivir con la adrenalina a flor de piel y la velocidad golpeando el pecho, justificaba la acción y premiaba en secreto nuestro ego que feliz disfrutaba el esfuerzo de correr. Así trabajamos, estudiamos, entrenamos, intentamos amar y jugamos en el teatro de la vida que nos miraba de costado y con sonrisa cariñosa nos preguntaba algo que no escuchamos ni nos importo oír. Fue sadismo de juventud: nos daba placer apurarnos y cansarnos y sufrir. Queríamos ser perfectos, no tolerábamos el error y el colmar el deposito de nuestras cosas para hacer, tranquilizaba nuestro exagerado deseo de éxito "fast track". Éramos invulnerables y vertiginosos, hasta en nuestras decisiones estratégicas a futuro. Futuro que no entendíamos en su dimensión ni en su esencia pero que nuestra soberbia disfrazada de estratega intelectual nos convencía al oído con bellas palabras de felicitación y aplausos que no dejaban escuchar la pregunta que el viento disipo y que gritaba: "¿por que corres?" Y el tiempo fue pasando. Y la mirada con perspectiva nos mostró el cuadro que no entendimos: corrimos por temor, por miedo a no llegar. Pero eso se comprende al haber llegado a darnos cuenta que si, que somos vulnerables, que tenemos miedo y que la mejor forma de combatirlo es no correr sino parar. ¿Para que? Para celebrar la vida de frente, mirandola, sin escaparnos, sin correr.

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