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Una Corona reina y no nos hemos dado cuenta

                                                                               

La evolución de la pandemia COVID-19 y los días que transcurren en aislamiento revisten características únicas en la historia de la humanidad. Quizás pasan inadvertidas. Quizás no. Cualquiera que fuera el caso es interesante identificar algunas de ellas porque encierran, nunca mejor empleado el término, una lección y una realidad que parecen no ser percibidas. Me voy a detener en tres de estas características para analizar la cuestión. 
La primera de ellas es el manifiesto de la igualdad. Ella se ha hecho presente más que nunca y nos deja un mensaje implícito a descifrar. ¿En qué se refleja? En que todos, los siete mil millones de seres humanos que vivimos dentro de este vehículo común que gira alrededor del sol, estamos sujetos a la misma amenaza: todos y todas nos podemos contagiar y enfermar. Esto significa que frente a la Corona del virus somos vulnerablemente iguales. ¿Qué supone esta realidad? Que la debilidad nos iguala. A los ricos, a los no tan ricos, a los menos ricos y a aquellos que están bajo la línea de pobreza, a los hombres, a las mujeres y a aquellas y aquellos cuyo género sea diferente, a los de tez oscura, amarilla o blanca, a los coreanos, a los ingleses, americanos, chinos, indios, iraníes o los ciudadanos de Bután, a los musulmanes, a los judíos, a los católicos o a los ateos, a todos y a todas nos hace iguales porque demuestra que tenemos una razón, una esencia común, un porqué que nos equipara en fragilidad. Se trata de nuestra endeble humanidad. Y entender esta igualdad por una debilidad que nos une, supone comprender, con humildad y realismo, que por eso el virus no discrimina, porque no hay razas superiores, no hay diferencias de fortuna, de intelecto ni de estudios ni de religión que nos hagan desiguales en nuestra fragilidad biológica. Somos básicamente lo mismo. Por eso se han contagiado desde los empleados del mercado chino de Whuan hasta el Primer Ministro de Inglaterra, desde los actores de Hollywood hasta los trabajadores africanos en Camerún.  El virus lo sabe y nos grita un mensaje que subraya nuestra pequeñez: “¡Para mí son todos iguales!” 
La segunda característica es la falta de libertad. Nuestra vulnerabilidad común, a la que antes hicimos alusión, nos ha llevado, estos días, a hacer cosas iguales. Por supuesto que todos adoptamos conductas diferentes para conducir la nave en la tempestad, pero hay más diferencias de matices, de lugares y/o de vestimentas que otra cosa. Lo que es realmente llamativo es que prácticamente todas las posibles víctimas del COVID-19, estén en Mongolia, en Australia o en Islandia, todas estamos haciendo cosas muy similares que nos vuelven a igualar: nos lavamos las manos más que antes, no nos abrazamos ni nos tocamos ni nos acercamos a nuestro prójimo y, esencialmente, nos hemos encerrado en nuestros hogares, muchos días y horas, para cuidarnos porque tenemos miedo. El miedo también iguala. Y el rol del temor, en toda circunstancia de la vida, tiene consecuencias. En este caso nos hace aceptar dócilmente lo que la soberbia natural del hombre y de la mujer común jamás hubieren aceptado tan fácilmente. Estamos hablando de la reclusión física, del confinamiento. ¿Cómo es posible que lo hayamos aceptado sin reacciones de multitudes que han peleado por sus derechos precisamente humanos, desde y por los siglos de los siglos? El pánico distorsiona.  Enmudece y muchas veces no nos permite mover. Lo que ha sucedido en esta ocasión es que el terror a la enfermedad y a la muerte domó nuestro instinto de reacción. Desde la autoritaria China a la liberal Holanda. Lo controló y redujo. Solamente ese instinto se inclinó por una tímida búsqueda de significados. Esta fue la respuesta a nuestro silencio. Y ¿adónde nos condujeron estos pensamientos? A comprender que hemos aceptado una prohibición de algo que para nosotros era tan natural como respirar, tan común como vivir.  Se nos impuso un límite infranqueable: prohibido salir.  Y como toda prohibición de una costumbre, lo vedado genera ansiedad y bronca que en este caso se han visto amortiguadas por el terror que supone la amenaza de perder la vida. Eso nos convirtió en sumisos y obedientes. Porque debemos tomar conciencia de la magnitud del límite: se nos impide nada menos que manejar nuestros tiempos y postergar nuestros planes, nuestros sueños, nuestras vidas. Sin embargo, lo hemos aceptado sin reclamos. ¿No es esto grave? Esencialmente se nos impidió movernos de nuestras casas y no hubo protestas. ¿Por qué no las hubo? ¿Entendemos lo que esto supone? ¿Era tan importante para nosotros salir antes de la pandemia? Pues sí.  Salir, más allá de las connotaciones particulares de cada individuo, suponía y supone el ejercicio de mi libertad, lo cual, con dolor y preocupación, debemos aceptarlo, significa que hoy la hemos perdido. Quizás no lo queremos admitir, pero reconozcamos que hemos sido condenados a prisión domiciliaria, la cual, sin decir mucho, hemos admitido como necesaria y correcta. ¿Es esto tan fácil de aceptar? Pongámosle a esta conclusión los colores, las razones, los motivos y las intensidades y comillas que queramos, pero su resultado no pierde rigor: hoy no somos libres, estamos presos y hemos maquillado esta realidad pensando que no lo estamos. Esa es la cuestión. Roguemos que no sea prisión perpetua.
La tercera característica de esta situación es la ignorancia. Nadie sabe nada. La posición de distintos filósofos y pensadores es, como suele suceder muchas veces, antagónica. Algunos parten de la base que esta situación se origina o tiene un vínculo con la desaprensión del ser humano con el cuidado del planeta. Otros piensan exactamente lo contrario al sostener que las pandemias y las situaciones de crisis mundial como la que estamos atravesando ya han sucedido en nuestra historia, no tienen nada que ver con el cuidado que hacemos de la naturaleza, sino que hacen al desarrollo de la vida y las sorpresas del vivir y, específicamente, a la evolución de las especies. Algunos sostienen que la vida que vendrá no será igual. Para otros nos olvidaremos pronto y, pasados unos años, todo será igual. ¿Y qué nos han dicho los científicos? Pues tampoco tienen opiniones tan coincidentes y justamente esta diferencia en las opiniones de especialistas han causado y lamentablemente continuarán causando muchas muertes. Que aislamiento parcial, que aislamiento total, que barbijo si, que barbijo no, que los recuperados no volverán a contagiarse a que la recuperación no es inmunidad, que los menores no tienen consecuencias letales a que si hay niños y niñas muertas por la pandemia.  Pues son las opiniones dispares de los científicos y médicos las que juegan un rol en la política. Y sobran los ejemplos de políticos que basados en opiniones de expertos han demostrado no saber nada. ¿Cómo se explica, sino que países líderes de occidente como Inglaterra o Estados Unidos o Brasil nos mostrarán posturas ridículas de sus líderes frente al COVID-19? ¿Cómo es posible que los presidentes o Primeros Ministros de potencias mundiales hayan negado el impacto y los efectos del coronavirus y hoy la realidad los condena con cientos de miles de muertos? Estas son consecuencias de la incertidumbre, de la mezquindad, del autoengaño, de la soberbia, pero esencialmente es una consecuencia del no saber. Nos creíamos Homo Deus y hoy la realidad nos muestra, con ironía. que nos hemos convertido en Homo Non Sapiens...
En definitiva, el virus ha cacheteado nuestra soberbia y nos grita a cuatro vientos que tiene bien ganada su Corona por tres motivos que justifican su “reinado” y su déspota ejercicio del poder: 1) para él todos somos sus súbditos y nos trata cómo “vulnerablemente iguales”; 2) ha logrado aterrorizarnos y así nos condenó a prisión y 3) nos muestra con los hechos que somos ignorantes y lo peor de todo, se ríe de nosotros porque no nos damos cuenta. 


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