“Te conocerás a ti mismo en cuanto empieces a descubrir en ti defectos que los demás no te han descubierto”.
Carl
Gustav Jung fue un médico psiquiatra suizo, psicólogo, escritor y pensador que
vivió ochenta y cinco años entre dos siglos, sobre el último cuarto del siglo
XIX (nació en 1875) y hasta pasada la mitad del siglo XX (murió en 1961). Se
destacó como psicoanalista y se lo conoce como el padre de la piscología
profunda o analítica, aquella que enfatizó la conexión de la psiquis, de la
personalidad, con la cultura general de un individuo. Esto le llevó a ser un
estudioso de la antropología, de los sueños, de la filosofía, de las religiones
y hasta crítico de arte y literatura. Amigo de Sigmund Freud (lo defendió en
momentos críticos de su vida profesional cuando era considerado un pensador no
grato en el mundo académico europeo) y su alumno (Freud fue uno de sus
supervisores al realizar su tesis doctoral), se considera a Jung como el
continuador de una línea analítica que estudió la evolución temporal y su
influencia en el hombre (aunque es bastante más que eso).
Podemos sintetizar
diciendo que Freud concentró sus estudios en la fase infantil y adolescente del
ser humano, es decir en la primera mitad de la vida y que Jung lo hizo
investigando la segunda mitad. Es que para Jung no hay que retrotraer los
problemas del adulto exclusivamente a su niñez sino que deben encontrársele los
caminos y las razones en el aquí y el ahora de su vida. Y aquí se puede
encontrar la introducción al llamado “proceso
de Individuación” que fue una de las tesis centrales y más interesantes en
la explicación de Jung sobre el proceso del hombre al pasar la línea de la
mitad de su existencia[1]. La
Individuación es el proceso que produce en nosotros los seres humanos un solo
ser humano integral, es decir, un individuo psicológico, un todo indivisible
que de algún modo une las dos grandes fases de su existir: la de “expansión”
experimentada en su primer mitad de la vida y la de la “introversión” en la
segunda. Veamos si podemos sintetizar qué sucede básicamente en la primera y
que debiera suceder en la segunda. Confío en que pueda servirle para entender
mejor quien es usted.
En la primera parte de su existir el niño es su inconsciente. No se aparta de él hasta que van transcurriendo los primeros años. Así va incorporando conocimientos, aprende el lenguaje y comienza a procesar lo incorporado, va “expandiendo” su conducta y conformando su “Yo consciente”, es decir comienza a darse cuenta de una frontera, de un límite entre lo que él es y lo que él manifiesta ser. Y es en esta primera etapa donde el niño y la niña, y hasta el y la adolescente, construyen y fortalecen nada menos que su Yo, su personalidad, crean su persona, moldean una “armadura” a su carácter que debe salir al escenario de la vida y que le debe proteger, del mismo modo que adaptar y gustar al entorno donde se relacionan. Es esta “armadura”, esta “máscara” la que además debe cuidar sus sentimientos. No quiere verse dañado o al menos pretende minimizar los golpes que el mundo externo le puede aplicar y por tanto busca fortalecer su presencia, su Yo como objetivo central. Este es el “personaje” que lo representa frente a los demás. Al hacerlo no repara y descuida otras dimensiones que reprime. Son las sensaciones que en ese momento le molestan, le disgustan y que intenta tapar con la “vestimenta” y con la creación de ese personaje que manda al escenario del teatro de la vida, porque la función le reclama, le exige y le demanda, y él es consciente de que el telón se ha levantado y debe desempeñar su papel.
Bien. Pero profundicemos el análisis. ¿Qué es lo que sucede en esta primera etapa de la vida de un ser humano? Al centrar todos sus esfuerzos en crear su Yo firme y seductor para el público que lo mira, se olvida y oculta su verdadero Yo y presenta una imagen maquillada y disfrazada del Yo que realmente le pertenece. Decide mostrar una personalidad que tiene varios aspectos que están ocultos, que son reprimidos por motivos educativos, morales, familiares, sociales, religiosos pero que (sea cual sea la causa) le conducen a excluirlos. Esas características de su Yo sé coartan, se esconden y se comprimen en el fondo del “armario”. Y se colocan así, ocultas, donde no se vean fácilmente. Constituyen el polo opuesto del Yo que salió a escena. Obedecen a una definición de esta etapa de la vida. Sea una decisión consciente o inconsciente la misma es una decisión al fin y obliga a encubrir estas características de la personalidad. Deben estar bien tapadas como aquellos papeles que colocamos en el último cajón del escritorio, debajo de otros varios objetos que los cubren y que cerramos con llave, intentando olvidar que allí los colocamos.
Ahora bien, llega un momento de la vida que la persona toma conciencia de lo sucedido y cae en la cuenta que su Yo presentado en sociedad muestra solo una cara de la moneda. La contracara, el otro polo, la otra fase de esa imagen que se instaló en su momento en el inconsciente no deja de presionar para salir a escena. No dejó de crecer (por más abajo y comprimida que se haya colocado en el armario que antes describimos). Cuanto más cultiva el hombre una cualidad, su contraria, su opuesto, también está latente en su inconsciente y puja por salir. Y se producen tensiones que hasta se relacionan con sombras colectivas, es decir que no solo vive él como individuo, sino que están en la sociedad que le rodea. Y es en ese inconsciente colectivo donde están “el ánima y el animus” que Jung distingue como símbolos de lo maternal y paternal, de lo femenino y de lo masculino que deberán descubrirse e integrarse en la segunda mitad de la vida. Es que, reiterémoslo, en la primera mitad el ser humano está tan ocupado en su autoafirmación, en la identidad de su Yo consciente, en la imagen que sale a escena que descuida al inconsciente y a las cualidades que pudieran venir de su mano, a quienes rechaza y descuida. Corresponde a la segunda mitad de su existencia que la persona vuelva a su origen, hacia lo que Jung llama el “Sí mismo”, para integrar su personalidad y ganar nuevas fuerzas vitales. Es hora de “ordenar el armario”, sacar a la luz aspectos reprimidos que se archivaron durante años y hacer lo contrario con las armaduras y las máscaras que debemos ahora colocar a resguardo. El desafío es salir a escena siendo unos solos integrados, consciente e inconsciente, tal como somos. Pero esto, claramente, no es tarea fácil. Y tal como vimos, debiera presentarse en sociedad en la segunda mitad.
En la primera parte de su existir el niño es su inconsciente. No se aparta de él hasta que van transcurriendo los primeros años. Así va incorporando conocimientos, aprende el lenguaje y comienza a procesar lo incorporado, va “expandiendo” su conducta y conformando su “Yo consciente”, es decir comienza a darse cuenta de una frontera, de un límite entre lo que él es y lo que él manifiesta ser. Y es en esta primera etapa donde el niño y la niña, y hasta el y la adolescente, construyen y fortalecen nada menos que su Yo, su personalidad, crean su persona, moldean una “armadura” a su carácter que debe salir al escenario de la vida y que le debe proteger, del mismo modo que adaptar y gustar al entorno donde se relacionan. Es esta “armadura”, esta “máscara” la que además debe cuidar sus sentimientos. No quiere verse dañado o al menos pretende minimizar los golpes que el mundo externo le puede aplicar y por tanto busca fortalecer su presencia, su Yo como objetivo central. Este es el “personaje” que lo representa frente a los demás. Al hacerlo no repara y descuida otras dimensiones que reprime. Son las sensaciones que en ese momento le molestan, le disgustan y que intenta tapar con la “vestimenta” y con la creación de ese personaje que manda al escenario del teatro de la vida, porque la función le reclama, le exige y le demanda, y él es consciente de que el telón se ha levantado y debe desempeñar su papel.
Bien. Pero profundicemos el análisis. ¿Qué es lo que sucede en esta primera etapa de la vida de un ser humano? Al centrar todos sus esfuerzos en crear su Yo firme y seductor para el público que lo mira, se olvida y oculta su verdadero Yo y presenta una imagen maquillada y disfrazada del Yo que realmente le pertenece. Decide mostrar una personalidad que tiene varios aspectos que están ocultos, que son reprimidos por motivos educativos, morales, familiares, sociales, religiosos pero que (sea cual sea la causa) le conducen a excluirlos. Esas características de su Yo sé coartan, se esconden y se comprimen en el fondo del “armario”. Y se colocan así, ocultas, donde no se vean fácilmente. Constituyen el polo opuesto del Yo que salió a escena. Obedecen a una definición de esta etapa de la vida. Sea una decisión consciente o inconsciente la misma es una decisión al fin y obliga a encubrir estas características de la personalidad. Deben estar bien tapadas como aquellos papeles que colocamos en el último cajón del escritorio, debajo de otros varios objetos que los cubren y que cerramos con llave, intentando olvidar que allí los colocamos.
Ahora bien, llega un momento de la vida que la persona toma conciencia de lo sucedido y cae en la cuenta que su Yo presentado en sociedad muestra solo una cara de la moneda. La contracara, el otro polo, la otra fase de esa imagen que se instaló en su momento en el inconsciente no deja de presionar para salir a escena. No dejó de crecer (por más abajo y comprimida que se haya colocado en el armario que antes describimos). Cuanto más cultiva el hombre una cualidad, su contraria, su opuesto, también está latente en su inconsciente y puja por salir. Y se producen tensiones que hasta se relacionan con sombras colectivas, es decir que no solo vive él como individuo, sino que están en la sociedad que le rodea. Y es en ese inconsciente colectivo donde están “el ánima y el animus” que Jung distingue como símbolos de lo maternal y paternal, de lo femenino y de lo masculino que deberán descubrirse e integrarse en la segunda mitad de la vida. Es que, reiterémoslo, en la primera mitad el ser humano está tan ocupado en su autoafirmación, en la identidad de su Yo consciente, en la imagen que sale a escena que descuida al inconsciente y a las cualidades que pudieran venir de su mano, a quienes rechaza y descuida. Corresponde a la segunda mitad de su existencia que la persona vuelva a su origen, hacia lo que Jung llama el “Sí mismo”, para integrar su personalidad y ganar nuevas fuerzas vitales. Es hora de “ordenar el armario”, sacar a la luz aspectos reprimidos que se archivaron durante años y hacer lo contrario con las armaduras y las máscaras que debemos ahora colocar a resguardo. El desafío es salir a escena siendo unos solos integrados, consciente e inconsciente, tal como somos. Pero esto, claramente, no es tarea fácil. Y tal como vimos, debiera presentarse en sociedad en la segunda mitad.
[1] No es tan claro cuando esto ocurre -ojalá hubiese carteles indicadores que nos recibieran con
alegría diciendo: “Bienvenido ha llegado a la mitad”-, pero el promedio indica
que la crisis de la mitad de la vida se presenta entre los treinta y cinco y
los cincuenta años de edad. Sin perjuicio de ello la crisis de la juventud, que
deja al adolescente para dar lugar al joven adulto, comienza antes al analizar
su personalidad y su inconsciente comenzando una larga “Negociación con su
propia vida” para saber quién es y qué quiere de ella. Volveremos sobre este
concepto.
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