Dijmos en la Entrada anterior que el Psicólogo Carl Gustav Jung definía la “Individuación” como el proceso que cada uno de nosotros debe activar para convertirse en un solo ser humano integral, es decir en un “individuo indivisible” (misma raíz etimólogica de ambas palabras), un todo que de algún modo una las dos grandes fases de su vida: la primera de construcción, expansión y fortalecimiento de un “Yo” y la segunda de una introversión, exploración personal interior, búsqueda y maduración del “si mismo” (el “Selbst” en el vocabulario de Jung). No seguiremos a Jung en todos sus razonamientos y conclusiones pero si en su método de análisis. Veamos.
Uno de los primeros inconvenientes que este proceso presenta es que el ser humano cree que puede encarar esta segunda mitad de la vida con los mismos medios que utilizó en la primera. Y este es un error. La vida puede compararse con el recorrido del sol: por la mañana disfrutamos de su calor, de su luminosidad, de sus sombras. Al llegar a mediodía sus rayos están en lo más alto pero comienza a transcurrir la tarde y ya no gozamos ni de la misma luz, ni de la misma calidez. Va llegando la noche y debemos utilizar otros medios para vivir la vida con la plenitud que nos daba el día. Asi es que debemos recurrir a encender luces artificiales, abrigarnos o dependiendo del momento del año, recurrir al calor del hogar. Lo mismo sucede con la vida. Al traspasar la mitad de la existencia debemos hacer algunos cambios para adaptarnos a otra realidad. ¿Y cuál es esta otra realidad?
La segunda parte del vivir tiene un contexto, un escenario de pasmosa diferencia con lo que vivimos en la primera mitad: somos conscientes que el sol cae, nos damos cuenta que vamos a morir. Esto nos hace vulnerables al tiempo. No es que la muerte se presente un día y ya. No, no es asi. Todos los días en algo morimos pero tambien es absolutamente cierto que cada día que transcurre es un día más que vivimos. Sabemos y percibimos que el tiempo se acorta pero la aceptación de la finitud viene con la serenidad de comprender que justamente es el final lo que le da valor a lo precedente. Si el tiempo fuere eterno, que aburrida sería la vida. Precisamente el aceptar lo opuesto nos obliga a vivir con la intensidad que esto supone. Es por tal razón que queremos y debemos ser a esta altura de la vida un solo ser integral, un “Yo verdadero”, que represente un papel lo mínimo necesario, que la balanza se incline por estar en paz y no actuar, para que nuestro Yo simplemente viva…y lo haga con la mayor de las sabidurías: saboreando la vida a cada instante.
Y para encontrar ese sabor a esta nueva etapa de la existencia debemos mirar con perspectiva lo ocurrido en la primera parte y quizás la mejor reflexión comienza por meditar sobre el personaje que fuimos y que representamos. Ese Yo que construimos con factores del “exterior”: lo que pensaban los demás, la moda, la “cultura de tribu”, las influencias, el modelo de “armadura ideal” para salir a escena. La reflexión que ahora la segunda parte de la vida nos reclama es que miremos dentro, en el interior de nuestro Yo, al verdadero ser humano que somos y no el que antes representó nuestro papel. Ese es el desafío.
Y no es tarea fácil. Bucear en nuestro interior puede ser trabajo insalubre, puede que no nos guste lo que encontramos y que en lugar de trabajarlo lo rechacemos con agresividad y negación, y nos aferremos con uñas y dientes a la imagen que construimos. Esto sucede cuando muchas veces el hombre o la mujer se identifican desesperadamente con lo que lograron profesionalmente en la primer mitad de su vida, con sus “títulos” obtenidos, con su trabajo, con sus estudios, con su puesto laboral, con su tarjetita comercial con que se presentan a quien no los conoce. El y ella “son” eso. Lo penoso es que solamente eso son. Detrás de apariencias, menores o mayores, detrás de esa “cáscara”, no son otra cosa que un ser humano sin madurar, digno de lástima, que encuentra en su trabajo y en su profesión una compensación barata a una personalidad deficiente. Justamente lo que ahora se impone como obligación moral es encontrar el equilibrio descubriendo quien somos realmente, integrando nuestras contradicciones lógicas, aprediendo de los errores y siendo honestos con la vida. Es hora de sacar a pasear al exterior a nuestro “Yo mismo” convencidos y orgullosos de que hay mucho que aprender (y que inclusive no es tarle hacerlo en la segunda mitad de la existencia) pero satisfechos que no debemos memorizar ningún papel. Representamos ahora a nosotros mismos.
Pero el proceso, reiterámsolo no es sencillo. Al explorar su interior el hombre encuentra sus contradicciones, sus polos contrarios, sus dos caras de la moneda, aquellas cosas que reprimió y ocultó. Pero no se llega a la plenitud de la vida si no se integran las contradicciones. No hay que eliminar las que no nos gustan sino comprenderlas, darles un lugar, sacarle el valor de reconocerlas y hacerlas públicas integrando un solo individuo, con sus más y con sus menos. Pero se producen en este proceso dos reacciones, dos comportamientos promedio. El primero es el de la obstinación, el del endurecimiento, el miedo frente a la contradicción, el temor “al hermano gemelo”, a ese que representa lo reprimido y por lo tanto se decide mantener en escena al mismo “Personaje” de la primer mitad de la vida. Ningún cambio. Reconfirmo al Yo anterior. No me equivoqué en nada. Que siga el baile!. El segundo comportamiento es el de dar vuelta el barco de la vida. Ir al otro extremo, en palabras de Jung, echar por la borda todas las creencias que hasta el momento de la reflexión tuvieron vigencia e irnos a la contracara: cambiar de profesión, cambio de familia, indignación religiosa por lo creído, mutación de valores, nueva vestimenta: la armadura que contradice la anterior. Al adoptar esta conducta, sin darnos cuenta, continuamos con la política de represión de lo opuesto. Lo que hacemos es dar vuelta la imagen, colocar la otra cara de la moneda que mantuvimos repremimda en el armario, pero mandando nuevamente al fondo del depósito a aquello que ahora queremos ocultar. Y esto no es integración ni madurez, es sólo rechazo visceral mucha veces más por bronca que por equilibrio intelectual.
Y es que en realidad, lo que debemos encontrar es equilibrio, es integración, es fusión. La segunda mitad de la vida no se trata de una conversión a lo contrario sino del mantenimiento de ciertas creencias y valores puestos a prueba y mejorados por la experiencia del vivir, por la sabiduría que aporta la mezcla de las contradicciones que hay en nuestro interior que no es bueno ocultarlas sino adaptarlas para dejar que actuen y nos muestran tal como verdaderamente somos.
Y para llegar a ello se producen distintas reacciones de acuerdo al género. El cambio en la mujer adapta rasgos de hombre y los del hombre rasgos de mujer. Jung les llama el ánima (lo femenino) y el animus (lo masculino). Cuando la mujer exagera el animus se obstinan, sus opiniones son categóricas y no admiten otros puntos de vista. Un punto secundario y debil la convierten en una cuestión capital. Eso es como el “no ceder” digno del “macho”, sin advertir que si es de macho es del macho tonto, del mediocre, del que no entiende por donde pasa la inteligencia. Cuando es el hombre el que exagera el ánima reprimida, lo que hace es exagerar su relacion emocional, busca protección en el lazo inconsciente con la madre, con todo aquello que le permita taparse, curbrirse en forma dramática: con su trabajo, con su profesión, con la religión, con el deporte, con el juego, con las salidas y se esconde en esos excesos bajo ese manto aun cuando el mismo no le brinde la satisfacción que necesita. Es que tiene miedo, pavor, y pretende cubrirse como cuando de chicos nos escondíamos debajo de la falda de mamá o de la cama, ante el terror que nos producía tal o cual ruido en la casa desahabitada y nuestra reacción era extrema, desesperada. De ese modo, y muchas veces sin ser conscientes, el hombre deja pasar la vida, sin hacer nada diferente, sin actitud, con un vuelo a media altura que le convierte en emocionalmente descarriado, sin saber si va para aquí o para alla. Tiene tapados los ojos.
Pues bien, hasta aquí, hemos seguido de algún modo, a Jung. Su investigación, su experiencia profesional, su método es realmente fascinante, pero voy a ser sincero con usted, algunas de sus conclusiones no las comparto. Lo admiro absolutamente y me animo a discentir para seguir su análisis. Pero esto se lo cuento en la próxima Entrada. Jung me puede y su extraordinaria virtud es que desafía.
Uno de los primeros inconvenientes que este proceso presenta es que el ser humano cree que puede encarar esta segunda mitad de la vida con los mismos medios que utilizó en la primera. Y este es un error. La vida puede compararse con el recorrido del sol: por la mañana disfrutamos de su calor, de su luminosidad, de sus sombras. Al llegar a mediodía sus rayos están en lo más alto pero comienza a transcurrir la tarde y ya no gozamos ni de la misma luz, ni de la misma calidez. Va llegando la noche y debemos utilizar otros medios para vivir la vida con la plenitud que nos daba el día. Asi es que debemos recurrir a encender luces artificiales, abrigarnos o dependiendo del momento del año, recurrir al calor del hogar. Lo mismo sucede con la vida. Al traspasar la mitad de la existencia debemos hacer algunos cambios para adaptarnos a otra realidad. ¿Y cuál es esta otra realidad?
La segunda parte del vivir tiene un contexto, un escenario de pasmosa diferencia con lo que vivimos en la primera mitad: somos conscientes que el sol cae, nos damos cuenta que vamos a morir. Esto nos hace vulnerables al tiempo. No es que la muerte se presente un día y ya. No, no es asi. Todos los días en algo morimos pero tambien es absolutamente cierto que cada día que transcurre es un día más que vivimos. Sabemos y percibimos que el tiempo se acorta pero la aceptación de la finitud viene con la serenidad de comprender que justamente es el final lo que le da valor a lo precedente. Si el tiempo fuere eterno, que aburrida sería la vida. Precisamente el aceptar lo opuesto nos obliga a vivir con la intensidad que esto supone. Es por tal razón que queremos y debemos ser a esta altura de la vida un solo ser integral, un “Yo verdadero”, que represente un papel lo mínimo necesario, que la balanza se incline por estar en paz y no actuar, para que nuestro Yo simplemente viva…y lo haga con la mayor de las sabidurías: saboreando la vida a cada instante.
Y para encontrar ese sabor a esta nueva etapa de la existencia debemos mirar con perspectiva lo ocurrido en la primera parte y quizás la mejor reflexión comienza por meditar sobre el personaje que fuimos y que representamos. Ese Yo que construimos con factores del “exterior”: lo que pensaban los demás, la moda, la “cultura de tribu”, las influencias, el modelo de “armadura ideal” para salir a escena. La reflexión que ahora la segunda parte de la vida nos reclama es que miremos dentro, en el interior de nuestro Yo, al verdadero ser humano que somos y no el que antes representó nuestro papel. Ese es el desafío.
Y no es tarea fácil. Bucear en nuestro interior puede ser trabajo insalubre, puede que no nos guste lo que encontramos y que en lugar de trabajarlo lo rechacemos con agresividad y negación, y nos aferremos con uñas y dientes a la imagen que construimos. Esto sucede cuando muchas veces el hombre o la mujer se identifican desesperadamente con lo que lograron profesionalmente en la primer mitad de su vida, con sus “títulos” obtenidos, con su trabajo, con sus estudios, con su puesto laboral, con su tarjetita comercial con que se presentan a quien no los conoce. El y ella “son” eso. Lo penoso es que solamente eso son. Detrás de apariencias, menores o mayores, detrás de esa “cáscara”, no son otra cosa que un ser humano sin madurar, digno de lástima, que encuentra en su trabajo y en su profesión una compensación barata a una personalidad deficiente. Justamente lo que ahora se impone como obligación moral es encontrar el equilibrio descubriendo quien somos realmente, integrando nuestras contradicciones lógicas, aprediendo de los errores y siendo honestos con la vida. Es hora de sacar a pasear al exterior a nuestro “Yo mismo” convencidos y orgullosos de que hay mucho que aprender (y que inclusive no es tarle hacerlo en la segunda mitad de la existencia) pero satisfechos que no debemos memorizar ningún papel. Representamos ahora a nosotros mismos.
Pero el proceso, reiterámsolo no es sencillo. Al explorar su interior el hombre encuentra sus contradicciones, sus polos contrarios, sus dos caras de la moneda, aquellas cosas que reprimió y ocultó. Pero no se llega a la plenitud de la vida si no se integran las contradicciones. No hay que eliminar las que no nos gustan sino comprenderlas, darles un lugar, sacarle el valor de reconocerlas y hacerlas públicas integrando un solo individuo, con sus más y con sus menos. Pero se producen en este proceso dos reacciones, dos comportamientos promedio. El primero es el de la obstinación, el del endurecimiento, el miedo frente a la contradicción, el temor “al hermano gemelo”, a ese que representa lo reprimido y por lo tanto se decide mantener en escena al mismo “Personaje” de la primer mitad de la vida. Ningún cambio. Reconfirmo al Yo anterior. No me equivoqué en nada. Que siga el baile!. El segundo comportamiento es el de dar vuelta el barco de la vida. Ir al otro extremo, en palabras de Jung, echar por la borda todas las creencias que hasta el momento de la reflexión tuvieron vigencia e irnos a la contracara: cambiar de profesión, cambio de familia, indignación religiosa por lo creído, mutación de valores, nueva vestimenta: la armadura que contradice la anterior. Al adoptar esta conducta, sin darnos cuenta, continuamos con la política de represión de lo opuesto. Lo que hacemos es dar vuelta la imagen, colocar la otra cara de la moneda que mantuvimos repremimda en el armario, pero mandando nuevamente al fondo del depósito a aquello que ahora queremos ocultar. Y esto no es integración ni madurez, es sólo rechazo visceral mucha veces más por bronca que por equilibrio intelectual.
Y es que en realidad, lo que debemos encontrar es equilibrio, es integración, es fusión. La segunda mitad de la vida no se trata de una conversión a lo contrario sino del mantenimiento de ciertas creencias y valores puestos a prueba y mejorados por la experiencia del vivir, por la sabiduría que aporta la mezcla de las contradicciones que hay en nuestro interior que no es bueno ocultarlas sino adaptarlas para dejar que actuen y nos muestran tal como verdaderamente somos.
Y para llegar a ello se producen distintas reacciones de acuerdo al género. El cambio en la mujer adapta rasgos de hombre y los del hombre rasgos de mujer. Jung les llama el ánima (lo femenino) y el animus (lo masculino). Cuando la mujer exagera el animus se obstinan, sus opiniones son categóricas y no admiten otros puntos de vista. Un punto secundario y debil la convierten en una cuestión capital. Eso es como el “no ceder” digno del “macho”, sin advertir que si es de macho es del macho tonto, del mediocre, del que no entiende por donde pasa la inteligencia. Cuando es el hombre el que exagera el ánima reprimida, lo que hace es exagerar su relacion emocional, busca protección en el lazo inconsciente con la madre, con todo aquello que le permita taparse, curbrirse en forma dramática: con su trabajo, con su profesión, con la religión, con el deporte, con el juego, con las salidas y se esconde en esos excesos bajo ese manto aun cuando el mismo no le brinde la satisfacción que necesita. Es que tiene miedo, pavor, y pretende cubrirse como cuando de chicos nos escondíamos debajo de la falda de mamá o de la cama, ante el terror que nos producía tal o cual ruido en la casa desahabitada y nuestra reacción era extrema, desesperada. De ese modo, y muchas veces sin ser conscientes, el hombre deja pasar la vida, sin hacer nada diferente, sin actitud, con un vuelo a media altura que le convierte en emocionalmente descarriado, sin saber si va para aquí o para alla. Tiene tapados los ojos.
Pues bien, hasta aquí, hemos seguido de algún modo, a Jung. Su investigación, su experiencia profesional, su método es realmente fascinante, pero voy a ser sincero con usted, algunas de sus conclusiones no las comparto. Lo admiro absolutamente y me animo a discentir para seguir su análisis. Pero esto se lo cuento en la próxima Entrada. Jung me puede y su extraordinaria virtud es que desafía.
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