Hace algún tiempo que no lo hacía en este lugar. El último mes había estado fuera. Si, es cierto, el entorno importa. Lo había hecho entre los bosques de la Selva Negra, o bajando las aguas de un río en el Tirol (ambas experiencias con amigos), o en el Parque del Retiro la semana anterior, pero no es lo mismo pensar cuando uno hace ejercicio en su lugar habitual. La concentración cuando uno corre, como explica Murakami, es distinta. Las piernas van autónomas del pensamiento. Parece mentira, pero uno no se "distrae" con el lugar. Y así me paso ayer por la tarde en Pilar. La mente volaba por otro sitio. No estaba entre el sendero y los eucaliptos. No se detenía en los celestes, violetas y rosas de un atardecer que acababa de despedir al sol. No. Reconstruía y ordenaba una experiencia muy intensa de los días previos: un encuentro con el genial Santiago Kovadloff, en un lugar especial y con gente especial. Si, allí estaba la mente trabajando. Yo era un mero espectador. Mis zapatillas adelante, mi respiración controlada, mis piernas que respondían a los cinco o seis kilómetros a un ritmo sorprendente (quizás porque el centro de atención estaba en otro lugar), mientras mi cabeza ordenaba conceptos, repasaba otros y, lo mas importante, sintetizaba mensajes. Vamos a ver si puedo compartir, al menos la primera parte de lo que ella, mi mente, interpretó y elaboró (ya tendremos tiempo en otras Entradas de este Blog para seguir analizando más detalles de este Encuentro). Pero dejémoslo claro desde el comienzo: las que ustedes leerán a continuación no son opiniones exclusivas del extra-ordinario Kovadloff, sino justamente de un encuentro con él y un círculo de asistentes constituido por gente valiosa, inteligente y culta que contribuyó a la riqueza del mensaje. Y lo que intentaré resumir y transmitir, es un procesamiento de alguno de los puntos de vista escuchados y conversados, que pasaron por el tamiz de esta cabeza que escuchó, que aportó contenidos y que fabricó unos conceptos que pongo a disposición. Aquí van los mismos, envueltos para la venta, en los párrafos que encontrará a continuación.
El jueves 10 por la tarde/noche comenzó esta actividad que mi cerebro decantaba al correr. Nos reunimos en Los Toldos, en la Estancia de los Lastra. Nos convocaba un título y una persona fuera de lo común: Santiago Kovadloff nos desafiaba con un tema: "Sentido y riesgo de la vida cotidiana".
Quizás el mensaje central del encuentro nos lo brinda -cual juego de palabras que puede haber diseñado el autor, conciente o inconcientemente,- con el titulo aludido. Es que así interprete yo la conclusión de lo escuchado en este encuentro: “no hay mejor sentido en la vida cotidiana que buscar los riesgos y superarlos”...
Pero vamos a explicarlo más detalladamente. Al menos, reitero, la primera etapa de lo conversado que apunta al sentido de la cotidianeidad y a los riesgos que la misma implica.
En primer lugar entonces comprender que la vida de todos los días y la existencia en general comienza al identificar al otro. Nadie dice que esto quite meritos a la vida intima y personal pero el hombre, como señala el filósofo austríaco israelí Martin Buber, se constituye en el encuentro con los demás, no antes.
Esta mirada hacia el otro, convalida la existencia propia. Más importante que recibir es compartir. Y la reciprocidad de lo que se comparte nos permite reflexionar en conjunto sobre lo que nos pasa. Pero no todo lo que nos sucede y nos inquieta tiene respuesta.
Justamente el secreto está en valorar la pregunta en si misma. Es lo que hizo el primero de los filósofos, quizás el más grande de todos: Sócrates. Él le encontró el verdadero significado de los interrogantes: la fragilidad de las respuestas. Es que la pregunta identifica un saber y una profunda reflexión al formularse. Es por ello que muchas veces los más pequeños nos muestran su sabiduría. Es que la pregunta interroga por el destino, hacia dónde ir. No nos estamos refiriendo a la pregunta sencilla o aparente que consulta “¿que hora es?”, sino a la pregunta compleja “¿Porqué me sucede esto a mi?”. Esto mueve los cimientos de la vida cotidiana. Es que toda respuesta requiere de un proceso previo no de un dogmatismo que implique sumisión a una verdad revelada. Esta última es una respuesta sin valor. Refiere a algo pétreo, inmodificable. La verdadera respuesta pone en marcha una fábrica de pensamiento que procesa la materia prima que puede aportar un profesor e industrializa un producto nuevo que es de su propiedad. Esa es su respuesta. Contestar sólo lo escuchado y repetirlo como un eco que reproduce las palabras del maestro o de la doctrina en cuestión, es claudicación del hombre. Allí hay rendición incondicional. Vence el totalitarismo intelectual. Los hombres que no ponen en marcha su cabeza y solo repiten consignas escuchadas, se liberan de su responsabilidad humana al tercerizar su cerebro, al tercerizar su conciencia. El hombre es tarea, el animal no. Este último no se hace cargo, pero el ser humano debe “cargar” con esta responsabilidad para convertirse en SER. Así construye su subjetividad. Para ser verdaderamente un SER hay que construirSE. Esa es la rebelión del ser humano frente a una cotidianeidad que puede ocultar y anestesiar su obligación. El desafío es despabilarSE y tomar conciencia que muchas veces la costumbre de día tras día nos adormece.
Pero ¿despabilarnos de que? De la vida cotidiana, es decir de la costumbre que desbarata e impide la capacidad de interrogarnos. Es la costumbre la que nos lleva a un fallecimiento anticipado. Pero también es cierto que sin costumbre no podemos vivir. Veamos el punto medio.
Hay elementos de la costumbre que nos protegen. Están interiorizados en nuestra conducta y a ellos obedecemos. Ante su aparición respondemos con una conducta previsible: se prende un semáforo y nos detenemos. Esto nos da certeza relativa. Nos sentimos más seguros. Su esencia es que este proceder combate el miedo, exorciza el temor, nos quita la angustia que tiene su causa principal en la muerte, en la conciencia de la finitud humana. La cuestión estará en saber identificar que elementos y que características de la costumbre anestesian nuestra capacidad de sorprendernos. Así habremos identificado a quien atenta y pretende nuestro fallecimiento anticipado.
Y aquí debemos dedicarle una primer reflexión al significado del morir, al concepto. Muerte no es sólo lo que pasa al morir sino la angustia que produce su presencia, el terror a la vulnerabilidad, al límite. Es frente a este temor que la costumbre nos cuida. Si lo que hacemos es previsible estamos bajo el “escudo de protección de la costumbre”. La pregunta que debemos formularnos es si el peso de ese escudo no nos está, día a día, acelerando nuestro final y convirtiéndonos en seres muertos anticipadamente…
Pero volvamos a la vida cotidiana y a su evolución histórica. La conversión del hombre de sedentario a nómade implicó una aventura que rompió el paradigma de la costumbre: para el nómade cada día se convirtió en su primer día. Y así salio de las cavernas, de sus dibujos de cacería virtual a la cacería real. Y así fueron surgiendo sus “tótems” culturales que reunieron el saber y los nuevos paradigmas de ese conocimiento reunido. Pero la evolución hizo que aparecieron los profanadores de ese “totem” cultural. Los que adoptaron un camino distinto y que les significó el exilio. Es que el peligro que representa un “extranjero” a los tótems de la cotidianeidad precipitó una sanción fundamentada en el miedo que muchas comunidades repiten bajo un argumento digno de la inquisición cultural: “es preferible que nos defendamos expulsando al que piensa diferente”. Y así la historia sancionó a Galileo o a Copérnico (y ¿a cuantos más por no respetar las “costumbres”, por no dejarse matar por el peso de la “cotidianeidad”?).
El término medio está en comprender que lo que sabemos, nuestra cultura (y los “tótems” consiguientes), no solamente nos protege sino que nos brinda herramientas para gestionar los desafíos a la costumbre que debemos promover. De alguna manera, enamorarse de esos desafíos, de esa incertidumbre, es superar la cotidianeidad. Allí está la tolerancia.
Y esta tolerancia no solamente se da con el otro, son también con nosotros mismos. Por eso es bueno mirarse al espejo y tratarse de “usted”. Es bueno ser improbable, como señalaba Oscar Wilde. Somos aproximadamente yo. Somos incertidumbre y aceptarlo es un escalón que se sube en la búsqueda de certeza del hombre. Y es así que debemos aceptar que morimos todos los días. Uno deja de morir cuando fallece…y esta asunción de la realidad otorga más valor a la vida y a las no certezas. De eso se trata vivir, de eso se trata superar los riesgos de una cotidianeidad que puede anestesiarnos poco a poco, imperceptiblemente y contra la que hay que reaccionar.
El jueves 10 por la tarde/noche comenzó esta actividad que mi cerebro decantaba al correr. Nos reunimos en Los Toldos, en la Estancia de los Lastra. Nos convocaba un título y una persona fuera de lo común: Santiago Kovadloff nos desafiaba con un tema: "Sentido y riesgo de la vida cotidiana".
Quizás el mensaje central del encuentro nos lo brinda -cual juego de palabras que puede haber diseñado el autor, conciente o inconcientemente,- con el titulo aludido. Es que así interprete yo la conclusión de lo escuchado en este encuentro: “no hay mejor sentido en la vida cotidiana que buscar los riesgos y superarlos”...
Pero vamos a explicarlo más detalladamente. Al menos, reitero, la primera etapa de lo conversado que apunta al sentido de la cotidianeidad y a los riesgos que la misma implica.
En primer lugar entonces comprender que la vida de todos los días y la existencia en general comienza al identificar al otro. Nadie dice que esto quite meritos a la vida intima y personal pero el hombre, como señala el filósofo austríaco israelí Martin Buber, se constituye en el encuentro con los demás, no antes.
Esta mirada hacia el otro, convalida la existencia propia. Más importante que recibir es compartir. Y la reciprocidad de lo que se comparte nos permite reflexionar en conjunto sobre lo que nos pasa. Pero no todo lo que nos sucede y nos inquieta tiene respuesta.
Justamente el secreto está en valorar la pregunta en si misma. Es lo que hizo el primero de los filósofos, quizás el más grande de todos: Sócrates. Él le encontró el verdadero significado de los interrogantes: la fragilidad de las respuestas. Es que la pregunta identifica un saber y una profunda reflexión al formularse. Es por ello que muchas veces los más pequeños nos muestran su sabiduría. Es que la pregunta interroga por el destino, hacia dónde ir. No nos estamos refiriendo a la pregunta sencilla o aparente que consulta “¿que hora es?”, sino a la pregunta compleja “¿Porqué me sucede esto a mi?”. Esto mueve los cimientos de la vida cotidiana. Es que toda respuesta requiere de un proceso previo no de un dogmatismo que implique sumisión a una verdad revelada. Esta última es una respuesta sin valor. Refiere a algo pétreo, inmodificable. La verdadera respuesta pone en marcha una fábrica de pensamiento que procesa la materia prima que puede aportar un profesor e industrializa un producto nuevo que es de su propiedad. Esa es su respuesta. Contestar sólo lo escuchado y repetirlo como un eco que reproduce las palabras del maestro o de la doctrina en cuestión, es claudicación del hombre. Allí hay rendición incondicional. Vence el totalitarismo intelectual. Los hombres que no ponen en marcha su cabeza y solo repiten consignas escuchadas, se liberan de su responsabilidad humana al tercerizar su cerebro, al tercerizar su conciencia. El hombre es tarea, el animal no. Este último no se hace cargo, pero el ser humano debe “cargar” con esta responsabilidad para convertirse en SER. Así construye su subjetividad. Para ser verdaderamente un SER hay que construirSE. Esa es la rebelión del ser humano frente a una cotidianeidad que puede ocultar y anestesiar su obligación. El desafío es despabilarSE y tomar conciencia que muchas veces la costumbre de día tras día nos adormece.
Pero ¿despabilarnos de que? De la vida cotidiana, es decir de la costumbre que desbarata e impide la capacidad de interrogarnos. Es la costumbre la que nos lleva a un fallecimiento anticipado. Pero también es cierto que sin costumbre no podemos vivir. Veamos el punto medio.
Hay elementos de la costumbre que nos protegen. Están interiorizados en nuestra conducta y a ellos obedecemos. Ante su aparición respondemos con una conducta previsible: se prende un semáforo y nos detenemos. Esto nos da certeza relativa. Nos sentimos más seguros. Su esencia es que este proceder combate el miedo, exorciza el temor, nos quita la angustia que tiene su causa principal en la muerte, en la conciencia de la finitud humana. La cuestión estará en saber identificar que elementos y que características de la costumbre anestesian nuestra capacidad de sorprendernos. Así habremos identificado a quien atenta y pretende nuestro fallecimiento anticipado.
Y aquí debemos dedicarle una primer reflexión al significado del morir, al concepto. Muerte no es sólo lo que pasa al morir sino la angustia que produce su presencia, el terror a la vulnerabilidad, al límite. Es frente a este temor que la costumbre nos cuida. Si lo que hacemos es previsible estamos bajo el “escudo de protección de la costumbre”. La pregunta que debemos formularnos es si el peso de ese escudo no nos está, día a día, acelerando nuestro final y convirtiéndonos en seres muertos anticipadamente…
Pero volvamos a la vida cotidiana y a su evolución histórica. La conversión del hombre de sedentario a nómade implicó una aventura que rompió el paradigma de la costumbre: para el nómade cada día se convirtió en su primer día. Y así salio de las cavernas, de sus dibujos de cacería virtual a la cacería real. Y así fueron surgiendo sus “tótems” culturales que reunieron el saber y los nuevos paradigmas de ese conocimiento reunido. Pero la evolución hizo que aparecieron los profanadores de ese “totem” cultural. Los que adoptaron un camino distinto y que les significó el exilio. Es que el peligro que representa un “extranjero” a los tótems de la cotidianeidad precipitó una sanción fundamentada en el miedo que muchas comunidades repiten bajo un argumento digno de la inquisición cultural: “es preferible que nos defendamos expulsando al que piensa diferente”. Y así la historia sancionó a Galileo o a Copérnico (y ¿a cuantos más por no respetar las “costumbres”, por no dejarse matar por el peso de la “cotidianeidad”?).
El término medio está en comprender que lo que sabemos, nuestra cultura (y los “tótems” consiguientes), no solamente nos protege sino que nos brinda herramientas para gestionar los desafíos a la costumbre que debemos promover. De alguna manera, enamorarse de esos desafíos, de esa incertidumbre, es superar la cotidianeidad. Allí está la tolerancia.
Y esta tolerancia no solamente se da con el otro, son también con nosotros mismos. Por eso es bueno mirarse al espejo y tratarse de “usted”. Es bueno ser improbable, como señalaba Oscar Wilde. Somos aproximadamente yo. Somos incertidumbre y aceptarlo es un escalón que se sube en la búsqueda de certeza del hombre. Y es así que debemos aceptar que morimos todos los días. Uno deja de morir cuando fallece…y esta asunción de la realidad otorga más valor a la vida y a las no certezas. De eso se trata vivir, de eso se trata superar los riesgos de una cotidianeidad que puede anestesiarnos poco a poco, imperceptiblemente y contra la que hay que reaccionar.
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