La decisión fue atrevida. Lo comprendí después. Un sendero angosto que nacía a la vera del campamento, subidas con tierra, piedras, maleza y árboles altos que se unían decenas de metros por sobre nuestras cabezas dejando filtrar el sol, colándolo solo para permitir algo de luz que indicara donde debíamos pisar. Adelante caminaba un baqueano, con su machete. Habíamos juntado cuarenta pesos para que nos guiara. No hablaba mucho. Solo un buenas tardes y síganme. Pasaron treinta minutos aproximadamente de esta caminata con subidas y bajadas por el bosque. Más ramas secas que molestaban e interrumpían cualquier ritmo, algunas espinas, nudos, pozos y troncos con extensiones mutiladas que construían figuras que nos miraban. O al menos eso parecía. Nosotros cuatro con la lógica adrenalina del recién egresado del secundario. Queríamos una aventura y habíamos decidido ir a pescar a un lugar monte arriba. Éramos íntimos amigos del colegio. Habíamos viajado desde Buenos Aires, con 18 años a cuestas. Festejábamos como mochileros, caminando los doscientos kilómetros que unen Bariloche con San Martín de los Andes. La mochila era un símbolo de libertad. Su peso no tenía relevancia. Nos sentíamos absolutamente capaces de subir montañas, cruzas arroyos, bajos, pantanos ríos. Éramos invulnerables. Era ese el sentimiento.
Habíamos escuchado que allí, en Meliquina, estaba el mejor pique, las mejores truchas y nosotros pretendíamos ser los premiados. Era nuestro destino. Es cierto. Alguien nos dijo que en esa dirección había cañaverales muy difíciles, que cruzarlos era arriesgado, que necesitaríamos orientación de gente del lugar... pero justamente que nos lo hayan dicho nos condimento el programa. El desafío nos sedujo y hacia allí partimos los cuatro, con nuestras cañas de pescar atrás de una mochila reducida, cucharas, líneas, buenos borceguíes, guantes de cuero raído, un palo especial que habíamos escogido como bastón (pero que usábamos displicentemente como samurai oriental contra los tábanos del lugar), chalecos de exploradores, -de esos con muchos bolsillos que nunca, confieso, yo supe completar-, anteojos oscuros -los míos con doce y trece de dioptría que apenas simulaba el color del lente- y nuestro sombrero que, con diferente estilo color -y hasta con algo de tierra y suciedad-, nos daba un aire de machos que nuestra cabeza agradecía y necesitaba. El baqueano marco un árbol con su machete y nos dijo que a partir de aquisito mismo vamos a cruzar cañas y cañas, yo abro paso, caminen cerca y detrás y lo haremos pronto. Nos miramos con una media sonrisa. Había llegado el momento. Estábamos listos. La ilusión encendía el entusiasmo. Era nuestro combustible. Queríamos ser protagonistas de alguna escena de película. Fantaseábamos de ser un poco los Rambo sudacas, los Indiana Jones patagónicos. Comenzamos cruzando cañas, altas y juntas. No hablábamos. Solo con las manos y el palo-bastón nos abríamos paso. Fueron unos minutos. Quince con todo la exageración que queríamos sumarle a nuestra aventura. El hombre que conocía el lugar se paro de repente (ya las cañas no estaban tan unidas), marco nuevamente con su machete un árbol (a la altura de su hombro con una X) y nos dice ya esta, ya llegamos adonde los debía acompañar, regresen por donde esta este árbol marcado y ahora sigan ustedes y encontraran el pozo del lago, recto, a unos trescientos metros. Buena pesca agrego al final y allí mismo dio la vuelta. No dio lugar a más. Lo saludamos casi en silencio y con algo de frustración. ¿Este había sido el cruce del cañaveral peligroso? Nos miramos y alguien dijo ¡¡¡dejate de joder!!! No fue nada. ¿Cruzamos cinco cañas de mierda y nos costo cuarenta mangos?
Entre un dejo de bronca y mitad de ilusión no detuvimos el ritmo. Seguimos derecho como se nos había indicado. Los tábanos no dejaban de acosarnos apenas nos distraíamos. Vimos el lago. Justo como el baqueano nos explico. Salteamos otros troncos y bajamos a una pequeñísima bahía que marcaba el agua y el monte de donde descendíamos. El sol, sin árboles que interfirieran, iluminaba el lugar brillando en colores del azul al turquesa, del verde claro al transparente. Nos sentamos en unos troncos secos y decidimos comer algo primero (unos sándwiches de una mochila). Nos dimos ánimo. Pescaríamos algo. Estábamos convencidos. Entre uno y otro tema el tiempo se nos fue. Alguien dijo de armar nuestros equipos. Desplegamos las cañas de fibra, colocamos cucharas en silencio, nos distribuimos a lo largo de esa costa y comenzamos a tirar nuestras líneas con anzuelos tramposos que convocaban a las truchas que habíamos ido a buscar. Recogíamos contentos y volvíamos a lanzar. Pasaba el tiempo. Los tábanos no se rendían y jodían y jodían. Yo me había alejado a un costado, unos cincuenta metros, intuyendo que ese era el lugar mejor. Mis tres amigos se quedaron donde comenzaron. Estaban juntos.
En algún momento me gritan que bordearan la bahía para ir mas al fondo, detrás de una gran roca que estaría quinientos metros sobre el extremo que alcanzaba mi vista, tocando el lago para el lado del sur. Vayan ustedes, grite. ¡Yo me quedo acá que voy a pescar!
Me miraron. Hicieron un gesto con el pulgar para arriba y se fueron. Me quede solo. Los vi partir hasta que vadearon la roca. Luego, no los vi más. El silencio me invadió. Solo el zumbido de los tábanos se escuchaba en el viento, entre uno y otro intento de picarme cosa que ya habían logrado precisamente en la cara, debajo del ojo derecho. Del cachetazo con furia que dispare me doble mis gruesos anteojos. La puta madre con estos bichos.
Arme otra línea, entre frustrado y ansioso. La impaciencia ya había comenzado a invadirme. Despacio, hasta diría que con estrategia. Lo presentía. Decidí colocar la mejor cuchara y tres anzuelos triples. Puse lo mejor y aunque me di cuenta que era demasiado, igual lo hice. Volví a lanzar largo, hasta con cierta furia, recogí y volví a lanzar. Me estaba cansando pero el fracaso me estimulaba. Pero paso lo que no debía pasar: para sumar inconvenientes a mi decepción alguno de mis anzuelos se engancho fuerte. En mi avatar por engañar alguna trucha de ese pozo tan famoso, apunte de costado, cerca de la costa, donde presumí que pescaría. Sabía que podría haber piedras o ramas pero estaba jugando contra mi prudencia. Y sucedió lo obvio: una rama bajo el agua se adueño de mi anzuelo, mi cuchara y hasta parte del hilo de mi caña. ¡La puta madre! Este baqueano pelotudo nos trajo al lugar equivocado...
Mas enojado que criterioso, recogí la línea que tenia, doble mal y a medias la caña. La sujete detrás de mi mochila pequeña que había llevado para esta pesca y resolví volver. Que mis amigos se jodan. Allá no van a pescar nada. Yo regreso al campamento e intentare desde el muelle. Habíamos visto truchas enormes pasar por allí debajo pero hasta el momento no habían picado, pero yo iba a pescar una. Estaba convencido.
Me di vuelta con mi enojo a cuestas y camine recto adonde presumí que estaba el árbol marcado por el pelotudo que nos había traído. Iba caminando rápido. Fue el primer error de mi odisea. Aquí empezaba la verdadera lección...
Habíamos escuchado que allí, en Meliquina, estaba el mejor pique, las mejores truchas y nosotros pretendíamos ser los premiados. Era nuestro destino. Es cierto. Alguien nos dijo que en esa dirección había cañaverales muy difíciles, que cruzarlos era arriesgado, que necesitaríamos orientación de gente del lugar... pero justamente que nos lo hayan dicho nos condimento el programa. El desafío nos sedujo y hacia allí partimos los cuatro, con nuestras cañas de pescar atrás de una mochila reducida, cucharas, líneas, buenos borceguíes, guantes de cuero raído, un palo especial que habíamos escogido como bastón (pero que usábamos displicentemente como samurai oriental contra los tábanos del lugar), chalecos de exploradores, -de esos con muchos bolsillos que nunca, confieso, yo supe completar-, anteojos oscuros -los míos con doce y trece de dioptría que apenas simulaba el color del lente- y nuestro sombrero que, con diferente estilo color -y hasta con algo de tierra y suciedad-, nos daba un aire de machos que nuestra cabeza agradecía y necesitaba. El baqueano marco un árbol con su machete y nos dijo que a partir de aquisito mismo vamos a cruzar cañas y cañas, yo abro paso, caminen cerca y detrás y lo haremos pronto. Nos miramos con una media sonrisa. Había llegado el momento. Estábamos listos. La ilusión encendía el entusiasmo. Era nuestro combustible. Queríamos ser protagonistas de alguna escena de película. Fantaseábamos de ser un poco los Rambo sudacas, los Indiana Jones patagónicos. Comenzamos cruzando cañas, altas y juntas. No hablábamos. Solo con las manos y el palo-bastón nos abríamos paso. Fueron unos minutos. Quince con todo la exageración que queríamos sumarle a nuestra aventura. El hombre que conocía el lugar se paro de repente (ya las cañas no estaban tan unidas), marco nuevamente con su machete un árbol (a la altura de su hombro con una X) y nos dice ya esta, ya llegamos adonde los debía acompañar, regresen por donde esta este árbol marcado y ahora sigan ustedes y encontraran el pozo del lago, recto, a unos trescientos metros. Buena pesca agrego al final y allí mismo dio la vuelta. No dio lugar a más. Lo saludamos casi en silencio y con algo de frustración. ¿Este había sido el cruce del cañaveral peligroso? Nos miramos y alguien dijo ¡¡¡dejate de joder!!! No fue nada. ¿Cruzamos cinco cañas de mierda y nos costo cuarenta mangos?
Entre un dejo de bronca y mitad de ilusión no detuvimos el ritmo. Seguimos derecho como se nos había indicado. Los tábanos no dejaban de acosarnos apenas nos distraíamos. Vimos el lago. Justo como el baqueano nos explico. Salteamos otros troncos y bajamos a una pequeñísima bahía que marcaba el agua y el monte de donde descendíamos. El sol, sin árboles que interfirieran, iluminaba el lugar brillando en colores del azul al turquesa, del verde claro al transparente. Nos sentamos en unos troncos secos y decidimos comer algo primero (unos sándwiches de una mochila). Nos dimos ánimo. Pescaríamos algo. Estábamos convencidos. Entre uno y otro tema el tiempo se nos fue. Alguien dijo de armar nuestros equipos. Desplegamos las cañas de fibra, colocamos cucharas en silencio, nos distribuimos a lo largo de esa costa y comenzamos a tirar nuestras líneas con anzuelos tramposos que convocaban a las truchas que habíamos ido a buscar. Recogíamos contentos y volvíamos a lanzar. Pasaba el tiempo. Los tábanos no se rendían y jodían y jodían. Yo me había alejado a un costado, unos cincuenta metros, intuyendo que ese era el lugar mejor. Mis tres amigos se quedaron donde comenzaron. Estaban juntos.
En algún momento me gritan que bordearan la bahía para ir mas al fondo, detrás de una gran roca que estaría quinientos metros sobre el extremo que alcanzaba mi vista, tocando el lago para el lado del sur. Vayan ustedes, grite. ¡Yo me quedo acá que voy a pescar!
Me miraron. Hicieron un gesto con el pulgar para arriba y se fueron. Me quede solo. Los vi partir hasta que vadearon la roca. Luego, no los vi más. El silencio me invadió. Solo el zumbido de los tábanos se escuchaba en el viento, entre uno y otro intento de picarme cosa que ya habían logrado precisamente en la cara, debajo del ojo derecho. Del cachetazo con furia que dispare me doble mis gruesos anteojos. La puta madre con estos bichos.
Arme otra línea, entre frustrado y ansioso. La impaciencia ya había comenzado a invadirme. Despacio, hasta diría que con estrategia. Lo presentía. Decidí colocar la mejor cuchara y tres anzuelos triples. Puse lo mejor y aunque me di cuenta que era demasiado, igual lo hice. Volví a lanzar largo, hasta con cierta furia, recogí y volví a lanzar. Me estaba cansando pero el fracaso me estimulaba. Pero paso lo que no debía pasar: para sumar inconvenientes a mi decepción alguno de mis anzuelos se engancho fuerte. En mi avatar por engañar alguna trucha de ese pozo tan famoso, apunte de costado, cerca de la costa, donde presumí que pescaría. Sabía que podría haber piedras o ramas pero estaba jugando contra mi prudencia. Y sucedió lo obvio: una rama bajo el agua se adueño de mi anzuelo, mi cuchara y hasta parte del hilo de mi caña. ¡La puta madre! Este baqueano pelotudo nos trajo al lugar equivocado...
Mas enojado que criterioso, recogí la línea que tenia, doble mal y a medias la caña. La sujete detrás de mi mochila pequeña que había llevado para esta pesca y resolví volver. Que mis amigos se jodan. Allá no van a pescar nada. Yo regreso al campamento e intentare desde el muelle. Habíamos visto truchas enormes pasar por allí debajo pero hasta el momento no habían picado, pero yo iba a pescar una. Estaba convencido.
Me di vuelta con mi enojo a cuestas y camine recto adonde presumí que estaba el árbol marcado por el pelotudo que nos había traído. Iba caminando rápido. Fue el primer error de mi odisea. Aquí empezaba la verdadera lección...
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