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No creo

La creencia o no creencia en Dios siempre ha sido un tema polémico. Supuso desde la persecución y muerte hasta el destierro y la tortura en vida. Se mató a mucha gente por no creer, y aún hoy existen casos -demasiados casos-, de gente asesinada, golpeada, lastimada, proscripta, discriminada, insultada, sancionada y rechazada por no creer en Dios o por tener diferencias de fe. Baruch Spinoza, Galileo Galilei, Giordano Bruno, Salomón Rushdie son algunos nombres de famosos pensadores perseguidos por cuestiones de fe. Los cientos de miles perseguidos y quemados en la hoguera por la Santa Inquisición de la Iglesia Católica, los muertos en Guerras religiosas, el genocidio judío y hasta los hechos del 11 de septiembre 2001 son ejemplos de violencia vinculada a Dios. Por eso es que tocar este tipo de temas necesita valentía y una invitación a la tolerancia (esa vieja amiga de John Locke), más allá de merecer respeto, delicadeza y precisión. Es que se necesita comprender al que piensa distinto, no estar de acuerdo con él. Esto requiere una alta porción de humildad, una cuota de audacia y una porción de genuina honestidad intelectual para reflejar su verdad y lograr que se cumpla aquel refrán que dice que esta “no ofende”, (aunque todos tengamos claro que si puede hacer doler). Por lo tanto, y con toda consideración a los que creen, voy a pedir la misma consideración para los que no creen. Intentaré ceñirme a los principios básicos por los cuales puedo decir que yo no creo. Lo hago con la convicción de ayudar a pensar, no con la convicción ni la soberbia de haber encontrado una verdad inexpugnable. No sería genuino si sostuviera tamaña afirmación. Si puedo decir que yo creo firmemente que Dios no existe como ser superior. Existe como concepto. Esto es indudable, precisamente porque estamos hablando de lo que supone. Y lo digo con respeto pero con argumentos racionales que he ordenado a través de los años, con lectura, aprendizaje, reflexión y meditación. No es poco para mí pero puede ser poco para quien me escucha. Y lo comprendo. Mi objetivo, reitero, es profundizar, no convencer. Pretendo advertir, despabilar, alertar sobre falsas verdades y ficciones que, a mi criterio, manipulan y han manipulado, desde hace miles de años, la mente del ser humano. Esta manipulación ha impedido a muchos hombres y a muchas mujeres pensar a fondo. Porque se les impuso miedo a pensar distinto, a traspasar límites y paradigmas. Bajo la amenaza de la condena social, del pecado y la siembra de la culpa está esa poderosa herramienta de terror llamada generación de temor, de estigmatización, de sanción por poner en duda lo sagrado. Y justamente ese es mi objetivo: poner en duda, cuestionar, pensar lo que nos han inculcado sobre Dios y sobre la religión. Es sobre todo ello es que quiero profundizar. A partir de todos estos principios y reflexiones hay un segundo escalón que no voy a ascender ahora. Lo reservo para otro ensayo. En él hay mucho para describir y analizar, y seguir demostrando mi hipótesis, tarea que prefiero postergar en el tiempo sin perjuicio de reconocer que esta primer conclusión puede aportar material del trabajo para ese paso más largo e integral. Lo daré más adelante. Dicho esto empecemos por el principio y con conceptos, como adelanté, genuinos y directos. Alguno de ustedes se preguntará por qué no creo. ¿Cuál es la causa? Y la respuesta es tan sencilla como contundente: no creo porque me he dado cuenta que me engañaron. Me mintieron. Me explicaron una ficción con lujo de detalles para hacerla creíble. Y, como anticipé, lo hicieron utilizando al miedo como instrumento. Fue el martillo del escultor, el cincel del albañil, el bisturí del cirujano que utilizaron y utilizan para hacer creer lo increíble. La infancia es el mejor momento para moldear una mente humana. La autoridad que impone para un niño o niña la imagen del adulto, del Maestro, de un Sacerdote con sotana, una Monja con hábito o un Hermano consagrado a Dios es la puerta de acceso que utilizan habitualmente las religiones para introducir la ficción. Así fue en mi caso. Me dijeron que existía un Dios que me amaba incondicionalmente al cual debía amar por encima de todas las cosas y que si no lo hacía y no cumplía sus mandatos (o sus Mandamientos) ¡me quemaría en un lugar con fuego eterno! Y aunque suene “increíble” (nunca mejor empleado el término) así fue como me presentaron el tema. Ya esta premisa me hizo dudar sobre el amor que sentía por mí alguien que me decía que si no lo amaba por encima de todo me castigaría con el fuego eterno. “Rara amenaza del ser que me pide que lo ame”, pensé. Me pareció un mal comienzo empezar con la advertencia de quemaduras como castigo. Me explicaron que este lugar de llamas y sufrimiento se llamaba infierno y que era gestionado por un ex Ángel del cielo que se había revelado y lideraba la oposición con una denominación que de por si me generó inquietud: me dijeron que se llamaba el Diablo. Imagínense mis sentimientos. Pánico es poco. Repito, me decían que si no cumplía lo que me decían me iba a quemar por los siglos de los siglos en un destino liderado por un ex Ángel hoy líder del Mal. Compréndase mis sensaciones. Esto lo escuché a los 6 años. Y a partir de esa edad escuché todo tipo de historias que me parecieron raras, absurdas y fantasiosas pero obviamente con el olor a quemado en mi mente disipé cualquier reflexión y gesto de extrañeza. Evité polemizar y profundizar. La explicación que me dieron sostenía que había un ser todo poderoso, llamado Dios, que había hecho todo lo que está en el universo, que había creado al hombre y luego, un tiempo después y de su costilla, a la mujer. De ellos descendíamos nosotros, es decir que eran los Abuelos de los bisabuelos en la enésima potencia nuestra (no sé cuántas generaciones), pero eran nuestros parientes. Me explicaron también que ese Ser superior había dado un destino al hombre que era el Paraíso, un lugar de Libertad donde se podía hacer todo. Lo que nunca entendí es que si él era todo-poderoso y sabía el futuro, ¿para qué había colocado al hombre en ese Paraíso del cual, un tiempito más tarde, lo iba a echar enojado y con un castigo para toda su vida y toda su descendencia? ¿Por qué hizo esa prueba siniestra? ¿Cuál fue el sentido? Estas fueron dudas que tuve apenas escuché esta historia. De chico. Tendría 7 años cuando se me explicó lo de la manzana. Adán le echó la culpa a la mujer, a Eva y Dios los condenó a los dos al sufrimiento, pero se enojó más con la mujer porque no solo la castigó diciéndole “parirás con dolor” sino que también le dijo “el hombre será quien te domine”. En mi colegio me explicaron que estos dos primeros seres humanos, Adán y Eva formaron una pareja y tuvieron dos hijos varones, Caín y Abel. Cuando se me ocurrió preguntar cómo había seguido el mundo si los dos eran varones, el hermano Marista que debía responderme se puso de un color rojo intenso y me contestó entre nervioso y furioso por mi pregunta. Fue la primera vez que me explicaron que las preguntas que mi cabeza me sugería eran un problema mío, no del que no tenía respuesta. Los chicos buenos no deberían generar este tipo de consultas. Me explicaron que mi cabeza y mis razonamientos eran malos porque le faltaba algo que impedía que funcionara correctamente. A los misterios se los acepta no se los piensa. Algo así me dijeron. Es decir, me explicaron que yo carecía de un elemento imprescindible para ser un buen chico. Me faltaba algo que se llamaba fe. Me dieron a entender que tenía una “falla”. Cómo que una pieza de mi rompecabezas no estaba. Sinceramente no entendí bien de qué me hablaban pero si comprendí que algo me faltaba y debía buscarlo. El gesto y la voz en alto del hermano Marista que en ese momento hacía las veces de mi maestro, fueron elocuentes. No eran voces de comprensión ni de aceptación. Lo que se me estaba dando era una orden. Y lo entendí. Yo debía encontrar esa “pieza” que me faltaba. Me dijeron que se llamaba fe y que era la vía mágica por la cual se entendía todo. Era como una varita que había visto usar a los magos en los cumpleaños de la época. La Iglesia la utilizaba y la distribuía para entender lo inentendible que ellos llamaban “los misterios de la fe”. Y así fue como me puse a buscar. Lo que nunca me imaginé es que allí empezaron mis problemas. No encontré la varita mágica. Nunca. Seguía con dudas y eso no me hacía sentir bien. Y fue entonces que encontré una salida traicionera a lo que mi mente me indicaba: decidí auto engañarme. Como luego leí en Wittgenstein: “nada es más fácil” que lograrlo. Y lo logré. Me dije en voz alta: “¡Yo si tengo fe! Quizás no es la misma que los demás, pero la tengo; lo que sucede es que debo adaptarla y reforzarla”. Y así transcurrió mi infancia y adolescencia, usando una “varita” muy frágil pero que me servía para aceptar lo inentendible. No sé si lo aceptaba pero al menos desplazaba mi curiosidad y me servía para dar todas las respuestas. Y así lo hice. Hubo momentos en que creí haber encontrado fe. Los Retiros a que me convocaron en la juventud me motivaron y hasta me tuvieron como un líder de aquellos movimientos que organizamos en el Colegio. Y yo estaba contento. El concepto de fe me servía como el Joker de las cartas de naipes: si alguien me ponía en problemas en una conversación sobre la existencia de Dios o ante alguna cavilación propia, utilizaba el Joker de la fe y argumentaba (e intentaba convencerme) que aquello que no se entendía se explicaba con la fe. Y con eso continuaba mi camino. La fe era un salvavidas que me permitía seguir “flotando”. Pero la verdad es que siempre me quedaban dudas y tuve preguntas que no quería analizar. Rechazaba mis deseos de pensar. Me decía a mí mismo que eso no estaba bien. La fe era el argumento suficiente que todo lo explicaba. Con esa respuesta intentaba tranquilizar mis cuestionamientos. Obviamente tenía temor a descubrir que mis dudas tenían razón. Pero fue pasando el tiempo y mi incertidumbre ganó terreno. Yo no amaba a Dios. El Joker de la fe no me servía en este juego. De hecho me preguntaba si era lógico que debía amar a alguien a quien no conocía. Rochefoucald, el escritor francés del siglo XVII, tiene una frase magnífica que aplica para esta cuestión: “No hay disfraz que pueda largo tiempo ocultar el amor donde lo hay, ni fingirlo donde no lo hay”. Y como muchas veces sucede el paso decisivo lo di sin darme cuenta. Fue cuando murieron mis padres. En menos de un año murieron los dos. Mi padre el 29 de mayo y mi madre el 2 de marzo del año siguiente. A mis 32 años el fallecimiento de mi viejo me hizo tambalear y a los 33 y tres meses quedé huérfano absoluto luego de verlos sufrir mucho e inexplicablemente a ambos durante varios meses. Esto, sin lugar a dudas, me condujo a una reflexión profunda sobre mis creencias, sobre mi persona, sobre la vida y la muerte. Comencé a pensar haciendo un esfuerzo por quitarme las ataduras. Decidí sacar al Joker de mi mazo de cartas. Comencé un “Solitario” que debía resolver sin trampas. Fui despacio. No fue una decisión inmediata. Y debo reconocer que, por más paradójico que pueda resultar, hubo un Sacerdote escritor que vivía en la India que me ayudó a pensar. Fue Carlos Gonzalez Valles con sus libros. “Querida Iglesia” y “No temas”. Ambos fueron para mí un despertador. Me sentí identificado y comprendido. Allí estaban mis dudas expresadas. Gran parte de ellas. La explicación daba cuenta de la ficción y mis ganas de entender se abrieron a una meditación profunda. Fueron años de muchos viajes por mi profesión y de mucha lectura. Aviones, Latinoamérica, España, Estados Unidos, Canadá. Todos estos destinos supusieron horas y horas de viajes, hoteles, traslados, y libros. Comencé a leer Filosofía y unos años más tarde me fui a vivir a España. Allí se consolidó mi pensamiento. Lo reforcé con investigación y con mis propios argumentos que fui aclarando a través de la escritura. La conclusión fue contundente: todo lo que me habían contado sobre este Ser superior llamado Dios no era verdad. No había pruebas. Lo que me había parecido increíble era increíble. Me fui dando cuenta de la ridiculez de algunas afirmaciones que me habían contado. Dios no era una ser con barba blanca que vivía en el cielo y que tenía un hijo que había enviado a la Tierra a través de un Espíritu que, graficado como una paloma blanca, había “descendido” a engendrar con la gracia de Dios a una mujer virgen. No. Esto era una ficción. También lo era que eran tres dioses juntos y uno solo verdadero. Este misterio de la Trinidad no entraba en ninguna explicación lógica pero había que creerlo. ¿Por qué? Parecía todo muy raro pero cuanto más raro y complicado de entender la religión lo defendía. ¿Por qué el mensaje que Dios se hace hombre en una mujer virgen? ¿Por qué esa traba mental con el sexo? ¿Por qué se niega que Jesús haya tenido una novia? ¿Por qué siempre la mujer fue menos en la religión católica? En fin, son tantas las consideraciones que hice y que tengo para sostener mi argumento de no creer en un Ser superior llamado Dios que, para que se entienda mejor, las voy a resumir (ya habrá tiempo, como antes comenté, en otro documento para hacer un análisis integral) y ordenar por segmentos: • No creo en un Dios superior porque el Universo y nuestra pequeñez me demuestran día a día que esta creencia es absurda. ¿Cómo es posible que la religión siga diciendo que un Dios creó todo el Cosmos y nos hizo a los seres humanos a su “imagen y semejanza”? ¿Entienden los tiempos transcurridos y la dimensión del Universo? ¿No se dan cuenta que el Universo se creó hace miles de millones de millones de años y la Tierra, que nos da cobijo, para los tiempos universales nació “ayer” y es una minúscula millonésima parte de un átomo de un granito de arena del Cosmos? ¿Cómo es posible que pese al tiempo transcurrido y a este ridículo tamaño se siga sosteniendo que nosotros, los 7000 millones de personas que habitamos en la tierra y que somos moléculas de polvo insignificantes, átomos de átomos de átomos de microbios hayamos sido hechos a esa “imagen y semejanza” del supuesto creador del todo? La soberbia e ignorancia absoluta es la única razón que explica esta tontera. • Tampoco creo en Dios, por el desconocimiento de la Ciencia. Fue la religión sustentada en un Dios supremo quien quiso quemar en la hoguera a Galileo por explicar que no giraba todo a nuestro derredor sino que nosotros éramos lo que girábamos alrededor del sol (solo la amistad con el Papa Urbano lo salvó de morir en el fuego pero no de ser condenado a prisión hasta el fin de sus días). La Iglesia condenó a miles de científicos. Condenó también a Darwin que nos indicó que no éramos criaturas divinas sino que descendíamos de los primates. Nuevamente su ignorancia y su soberbia. Es que esta estupidez deviene de la conducta de los Papas y su supuesta infalibilidad y de la Iglesia que representaría a ese Dios ser supremo. ¿Cómo se puede creer en los Papas “duplicados”? ¿Papas que no fueron Papas, y que alardeaban y utilizaban su poder económico y militar en distintas ciudades de Europa? • Tampoco creo en un Dios ser supremo que te salva y te conduce al Paraíso con el argumento “zanahoria” que intenta sobornar la conducta de los fieles prometiendo un premio celestial si se portan bien. Este argumento nace por el Temor a la muerte y con una ficción la religión manipula a los seres humanos haciéndoles creer que ellos, representantes de un Ser Supremo, tienen el salvoconducto para asegurarte el “voucher” de ingreso al Hotel 5 estrellas Paraíso Eterno ¿Cómo es posible que los creyentes cumplan los Mandamientos para alcanzar ese premio? “Si mueres con pecado mortal descenderás al Infierno, si mueres en gracia de Dios tienes una reserva de habitación en el Cielo”. ¿No es esto una estupidez que manifiesta una locura increíble? ¿No deberían los seres humanos comportarse en la vida sin promesas de premio sino hacerlo por convicción y sin que exista ningún incentivo de acceso a un “All Inclusive paradisiaco”? ¿No es esto corrupción ética? • ¿Cómo es posible que se crea que hay un Dios supremo que condena a la mujer, como dice el Géminis, al situar a Eva como la responsable de todos los pecados de la humanidad a ser “dominada por el hombre”? ¿Cómo pueden los creyentes aceptar que la mujer, solo por el hecho de ser mujer, no puede ser Sacerdote? ¿Por qué esa discriminación? ¿Por qué los creyentes aceptan que los Sacerdotes, ni las Monjas puedan casarse? ¿Por qué, de vuelta, esa aberración al sexo? ¿No será esa estúpida postura de odio al sexo y prohibición lo que ha llevado a los Sacerdotes y Obispos a convertirse en pedófilos? Y lo que es peor, ¿no será que esta insólita postura les ha podrido el cerebro y los ha llevado a convertirse en cómplices de actos perversos de pedofilia que no supusieron castigos sino meros traslados y ocultamiento para que no se sepa la verdad? ¿Cómo es posible que los representantes del Ser supremo no perdonen integralmente a los divorciados y no los dejen comulgar? ¿Qué clase de misericordia demuestra quien decide no perdonar? ¿Cómo es posible que el Papa y la Iglesia condene el uso del preservativo y los métodos anticonceptivos? ¿Cómo es posible que condenen a los LGTB? ¿Cómo es posible que den cátedra y dictaminen sobre cuestiones de sexo y de familia quienes no lo practican y quienes no han originado una familia? • ¿Y las riquezas? ¿Y el Banco Vaticano y sus escándalos financieros? ¿Cómo es posible que los creyentes admitan que un Ser supremo llamado Dios, cuya doctrina sería dar todo por los pobres, se manifieste en Iglesias decoradas con oro, Templos y museos como el Vaticano y tantas Catedrales en el planeta donde se mantengan obras de arte millonarias, propiedades por todo el mundo y edificios vacíos para profesar la fe cuando existen millones y millones de seres humanos que no tienen que comer ni un techo donde cobijarse? • ¿Y las falsas promesas? Obviamente es muy seductor el argumento de “venta” para conseguir creyentes. “Yo te aseguro que si crees en Dios y cumplís mis reglas, la muerte no es la muerte y yo te daré acceso a volver a estar con todos tus seres queridos que se murieron previo a vos. Te saco el principal problema existencial. Esta vida es pasajera”. Aunque nunca nadie haya vuelto de la muerte y aunque no existe ni un testimonio ni prueba que certifique la promesa extraordinaria de vida eterna feliz o vida eterna sufriente, la gente cree y disciplina su vida para hacerse acreedor al premio sorpresa y evitar las quemaduras. ¿No será que alguien les lavó el cerebro y les impide pensar? En fin, hay muchos más segmentos que analizar que me demuestran que son demasiados los argumentos para no creer la historia que me contaron. Muchos. Por eso no creo en ningún Dios supremo que interviene en la vida de nosotros los mortales. No puedo creer cuando la gente reza y le pide a ese Dios que le vaya bien en el examen, o que gane su equipo de fútbol o cosas similares. Creo que son una muestra más de la locura que las creencias imponen. Y por eso, con toda honestidad y sin ánimo de ofender digo que no creo en ese Ser llamado Dios, todopoderoso que se ocupa de juzgar la vida de los seres humanos. Porque es una ficción como el Ratón Pérez o Papá Noel a quienes quise mucho por sus regalos y por las emociones que supusieron en mi infancia pero hace tiempo que descubrí que no eran reales, que no existían. Nietzsche decía que “A veces la gente no quiere escuchar la verdad porque no quiere que sus ilusiones se vean destruidas”. Lo comprendo pero no estoy de acuerdo con su conveniencia.

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